Capítulo XVIII: Falsa libertad

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El montacargas avanza con lentitud, arrastrando con dificultad el cruel peso del tiempo. Un ligero temblor recorre las paredes, como si el propio lugar estuviera susurrando por última vez. El constante sonido de las poleas y los engranajes se convierten en una melancólica melodía, llena de notas que parecen despedir lo que una vez albergó tanta vida y esperanza.

Carver mantiene la espalda recta, con las piernas bien plantadas en el suelo del ascensor, mientras sus ojos oscuros vigilan cada rincón como un predador que nunca baja la guardia. La tenue luz que emite el panel de control apenas ilumina su rostro marcado. El arma cuelga de uno de sus hombros como una extensión del cuerpo, lista para usarse en cualquier momento. Al lado, la niña: Velhara permanece inmóvil, observando el techo del elevador con esa mirada curiosa e inquieta que la acompaña siempre. La frialdad de sus penetrantes ojos busca respuestas en las imperfectas y corroídas paredes, pero sabe que no las conseguirá. También sabe que su acompañante es tan o más cerrado que cualquier pared metálica del lugar.

Las sacudidas del ascensor, espaciadas pero firmes, son el eco de un mundo moribundo que, pese a su agonía, aún respira con ira reprimida. Las explosiones lejanas vibran a través del metal y resuenan con una fuerza latente. Carver, aunque no le preocupa ni le sorprende la situación, tiene la sensación de que lo que le espera en la superficie será diferente.

El espacio se comprime a medida que el montacargas asciende y, aunque el aire está libre de humo y polvo, pesa en los pulmones con una presencia intangible. Un sonido áspero, como el roce de engranajes viejos, rompe la tensión durante un momento, pero ni Carver ni Velhara reaccionan. Ambos permanecen en una quietud consciente, el soldado transmite una calma que es más bien serenidad, y el resultado de años enfrentándose a lo inevitable.

El eco constante del movimiento mecanizado se entrelaza con el ritmo acelerado de Carver, aunque este no lo muestra. Dentro de él, las dudas crecen, pero no las deja aflorar. Por su parte, Velhara parece ajena a las mismas inquietudes. Ella lo sigue, lo observa, pero en ese momento parece que su mente está en otra parte, en los recuerdos vagos que todavía no logra desentrañar.

De repente, un golpe súbito sacude el ascensor, pero no lo detiene. Las luces parpadean una vez y luego se estabilizan. Carver apenas desliza los dedos sobre el gatillo del fusil y calcula las opciones mentalmente. Ninguna parece clara, pero eso nunca ha sido un obstáculo para él. El viaje continúa, la tensión se percibe en el aire y aumenta con cada metro recorrido.

—No será diferente arriba —murmura el soldado en un susurro, como si las palabras no fueran para su acompañante, sino para sí mismo. Sin embargo, la niña gira ligeramente la cabeza hacia él, y sus ojos grises captan la poca luz que emana del panel. Ella no responde y Carver no espera una reacción. Tampoco la necesita.

El trayecto continúa, arrastrándose hacia la superficie, en un viaje marcado por una espera que pesa más que el acero que los rodea. Las paredes metálicas siguen vibrando, como si algo más grande, algo desconocido, les acechara justo fuera de su alcance. Pero arriba sabrán la verdad. Carver ya ha estado antes en este tipo de terreno y siempre ha salido adelante. Sin embargo, esta vez, todo se siente más frágil, más incierto. La ansiedad comienza a rivalizar con la paciencia.

Poco a poco, el ascensor reduce su velocidad, como si incluso la maquinaria dudara de lo que está por venir. Los engranajes, hasta ahora implacables, se sienten más pesados y más lentos. Y con ellos, el tiempo parece alargarse, como si el momento de alcanzar la superficie fuera una promesa y una amenaza a la vez. El aire, aunque no es asfixiante, parece más espeso, cargado de lo que está por venir.

El elevador sigue subiendo inexorablemente, con el ritmo acerado de los engranajes llenando el aire. La tenue luz apenas basta para iluminar el espacio, dejando que las sombras bailen en las esquinas. Carver permanece firme, con la mirada fija en las puertas cerradas, calculando el momento en que tendrán que moverse. El fusil en su mano se siente como una extensión natural de su cuerpo, listo para actuar en cualquier momento.

Hijos del odio ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora