ORIANA Y LUCIA

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Oriana se quedó mirando el móvil, aún dándole vueltas a la charla con su madre. Sentía ese nudo en el pecho, pero no podía permitirse romperse. No ahora. No después de todo lo que había luchado por construir.

Se apartó del espejo y, con movimientos lentos pero firmes, terminó de vestirse. Paulina volvería pronto del cole, y Oriana sabía que tenía que estar bien para cuando su hija llegara. Paulina ya había pasado por demasiadas cosas; lo último que necesitaba era ver a su madre hecha polvo por otra pelea con la abuela.

Bajó a la pequeña cocina, donde los primeros rayos de sol de otoño se colaban tímidamente. El hogar que había creado para ellas, aunque sencillo, era su refugio. Nada de lujos, ni habitaciones enormes como en su vida con Fran, pero aquí, aquí estaban a salvo. Paulina crecía tranquila, sin miedo.

Oriana se preparó un café, intentando calmarse con la rutina. El aroma del café recién hecho llenaba la cocina mientras trataba de despejar la mente y centrarse en lo que importaba: Paulina. Siempre Paulina.

Justo cuando revolvía el azúcar, el sonido de la llave en la puerta la sacó de sus pensamientos. El corazón le dio un pequeño vuelco, pero al ver la silueta de su hija entrar, todo volvió a estar en su sitio.

—¡Mamá! —Paulina dejó caer la mochila y corrió hacia ella, con una sonrisa que le iluminaba la cara.

Oriana se agachó para abrazarla, sintiendo cómo todo su mundo cobraba sentido en ese instante. Ese amor, esa calidez... eso era lo único que importaba.

—¿Qué tal te fue en el cole, amor? —le preguntó mientras le ayudaba a quitarse la chaqueta y le besaba la cabeza.

Paulina empezó a contarle, con entusiasmo, sobre la clase de arte y cómo su dibujo de un gato había salido "más o menos". Oriana la escuchaba sonriendo, aunque, en el fondo, la conversación con su madre seguía rondándole la cabeza, como una espina clavada.

Cuando servía la comida, Paulina la miró un momento, con esos ojos que siempre parecían captar todo.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó con esa dulzura que la desarmaba por completo.

Oriana le sonrió, aunque forzada, y asintió.

—Sí, cariño. Todo bien. Solo estoy un poco cansada —respondió, sin dejar entrever el peso que llevaba. Paulina no necesitaba cargar con eso.

Paulina aceptó la respuesta, pero Oriana sabía que su hija intuía más de lo que decía. Habían pasado por demasiado como para no notar las señales. Paulina también había aprendido a leer entre líneas, a entender cuándo algo no iba bien.

Después de comer, mientras Paulina hacía los deberes, Oriana cogió el móvil de nuevo. No para llamar a su madre, esta vez. Sino para revisar su lista de contactos. Había gente que le ofrecía ayuda, que le echaba una mano cuando lo necesitaba. Y aunque a veces era difícil aceptar esa ayuda, sabía que no podía seguir cerrándose. La situación con Fran seguía ahí, latente, y cada día parecía empeorar.

Pensó en llamar a Lucía, su mejor amiga. Siempre estaba ahí cuando todo se venía abajo. Pero Lucía tenía su vida, y Oriana no quería agobiarla con sus problemas, otra vez.

Finalmente, se decidió. Marcó el número de Lucía, y mientras esperaba, se quedó mirando por la ventana de la cocina, donde el cielo gris parecía reflejar su estado de ánimo.

—¡Ori! ¡Qué sorpresa! —respondió Lucía, con su voz siempre llena de energía—. ¿Todo bien?

—Pues... más o menos —contestó Oriana, soltando una pequeña risa—. Solo quería charlar un rato. ¿Te pillo mal?

DONDE SE ESCONDEN LAS MARIPOSASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora