Capítulo 10

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Contestar cartas, era una tarea que llevaba pendiente varios días. Después del almuerzo, Candy se acomodó en la mesa de su habitación dispuesta a escribir unas cuantas cartas, y pensó en responder primero a Archie, sobre sus buenas noticias, la idea de ser tía muy pronto provocaba que su corazón henchido de alegría latiera con más fuerza. Sabía que el deseo de Annie de convertirse en madre era uno muy anhelado, y que las cosas en ese plano no habían sido muy fáciles para ella. Ya llevaban casi tres años de matrimonio, y el milagro aún no había ocurrido, así que era fácil para ella imaginarse la felicidad de quien era considerada más que una amiga, una verdadera hermana, y Archie, qué no significaba Archie para ella. Después de la muerte de Stair, sólo quedaban ellos. Cuando pensaba en los dulces días en Lakewood después de su adopción, esa corta temporada de felicidad, cada uno de los días tenían el nombre de Anthony, Archie y Alistair, ellos: sus tres paladines, habían sido los responsables de la inmensa alegría que le significó ser una Arldlay, de ya no ser una huérfana, porque ellos se habían convertido en su familia, incluso, la Tía Abuela Elroy, cuando a pesar de todos sus esfuerzos no sintiera ningún tipo de afecto por ella.

Fue fácil recordar los momentos más dichosos junto a Archie ahora que estaba frente al papel escribiendo. Sonrió por uno de esos recuerdos: Ambos debajo de una elegante mesa comiendo pasteles en medio de un discurso de la Tía Abuela durante una pomposa fiesta de los Ardlay en Lakewood, siendo la primera vez de Candy en una celebración en la mansión de las rosas. Los años parecían haber pasado sin que apenas pudiera darse cuenta. Anthony y Stair habían dejado un profundo vacío... esos vacíos a los que se resistía acostumbrarse por más que la vida se estuviera llenando de ellos.

Y cuánto tenía por contarle a la hermana María y a la señorita Pony. Decirles que las extrañaba no era suficiente, la extensión de la palabra no podía contener la profundidad de su deseo por verlas de nuevo, por abrazarse a ellas una vez más. El hogar y sus risas, el calor de la vieja chimenea, el olor a bosque contenido en sus paredes, el rumor de la brisa sobre las ramas de los árboles en la colina...su hogar, su centro. Y luego estaba Albert... Albert se repitió en un susurro.

—Si tan sólo tuviera el valor... —se dijo en voz baja.

Candy se limpió los ojos, cada vez que pensaba en Albert las lágrimas se derramaban de sus ojos de forma libre y espontánea. Cerró los sobres, colocó los sellos y se dispuso a arreglarse para ir al correo. Caminó ligera por el gran corredor hasta la pequeña oficina de enfermería a donde sospechaba se encontraría a Cayetana o a Martha para comentarles que iría a la oficina postal. No estuvo equivocada, en el pequeño gabinete encontró no sólo a ambas amigas, también Marie estaba con ellas charlando animadamente.

— Où vas-tu, si jolie ? (¿A dónde vas tan guapa)

—Je vais à la poste (iré a la oficina de correos) —contestó Candy con una sonrisa —Iré a dejar estas cartas —Candy mostró los sobres —regresaré justo a tiempo para tomar el té.

Candy le dio un beso en el aire a las chicas y salió de la oficina con el mismo entusiasmo con el que había entrado. La melancolía parecía haberla abandonado y había recobrado el buen ánimo. Vio el reloj en el gran pasillo y dedujo que estaría a tiempo para esperar a Alan, que partiría a Dover esa misma tarde para desde allí tomar un barco y cruzar el canal hasta Francia.

El cielo de Londres estaba gris, como tantas otras veces, y una ligera llovizna acababa de cesar, las calles estaban teñidas de humedad. Se movía con pasos urgidos mientras ajustaba la capa azul alrededor de su cuerpo para protegerse del frío viento que serpenteaba entre los edificios. No tardó mucho en llegar a la oficina postal.

Él debió verla mientras se acomodaba en una mesa frente al ventanal del pub a donde había ido para almorzar tardíamente. Su respiración se hizo pesada mientras elaboraba una explicación lógica para aquella coincidencia. Fue un instante, un momento en el que el tiempo pareció detenerse. Al principio no lo creyó posible, pero sin duda era ella y luego del shock inicial corrió hasta la puerta del pub y salió a la calle buscando la cabellera dorada, le bastó alzar la mirada para verla entre las personas que caminaban por la calzada. Logró casi alcanzarla, pero guardó una distancia prudente para que ella no se diera cuenta de que la seguía. Podía ver como la capa se elevaba ligeramente con el viento, como el pelo era también acariciado por él y los mechones se movían libremente, el ligero balanceo de la falda, los pasos ligeros en botitas. Apenas podía respirar, la última vez que se miraron a los ojos ni siquiera fue un adiós, nunca se habían dicho adiós. Seguía existiendo mucho por decir, incluso antes de que la vida se interpusiera entre ellos en Nueva York.

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