Los días han pasado como un borrón, una sucesión de horas sin forma, mientras mi mente ha estado completamente consumida por la ausencia de Lía. La obsesión ha sido tan voraz, tan absoluta, que he olvidado lo esencial. Mi cuerpo, esa máquina inmortal que nunca falla, comenzó a enviar señales que ignoré: una ligera debilidad aquí, un mareo allá.
Pero hoy... hoy todo es distinto.
El dolor me despierta.
Es como si algo dentro de mí se hubiera roto, una cuerda tensa que finalmente se rasga en dos. Mi pecho arde, cada músculo en mi cuerpo se siente desgarrado, y un rugido visceral se despliega desde lo más profundo de mi ser, un sonido que no proviene de mis labios sino de algo más oscuro, más antiguo. El monstruo está hambriento. Mi monstruo.
Me retuerzo en el ataúd donde he intentado —y fracasado— encontrar consuelo las últimas noches. El hambre. Es como un veneno que corre por mis venas, quemando, consumiendo, exigiendo ser saciado. Cada célula de mi cuerpo grita por sustento, una necesidad animal que he permitido que se acumule hasta este momento de brutalidad. La oscuridad de la habitación, el frío habitual que me rodea, todo se intensifica bajo el peso de esta hambre inhumana.
Trato de levantarme, pero mis piernas tiemblan. Mis manos, esas que siempre han sido fuertes, parecen frágiles, como si las sombras que me rodean pudieran aplastarlas con un toque. No entiendo cómo he llegado a este punto. Yo, que siempre he sido metódica, que nunca permito que la desesperación controle mis acciones, me he dejado caer en un estado de debilidad tan extrema.
El hambre.
Es un vacío que me carcome desde adentro, que me arrastra hacia la locura. No es el hambre que podría sentir un humano, no, esto es algo mucho más profundo, más oscuro. Es una fuerza primitiva, insaciable, que me recuerda lo que soy realmente: un depredador. No importa cuántos días haya pasado jugando a ser algo más, algo mejor. Al final, todo se reduce a esto. Sangre. Necesito sangre.
Mis colmillos se extienden sin que lo controle, como una reacción instintiva. Siento su filo rozar mis labios, un recordatorio de lo que soy en lo más profundo. No soy humana. Nunca lo fui. Nunca lo seré. Y, ahora, lo único que importa es sobrevivir.
Me arrastro fuera del sótano, tambaleándome, el dolor extendiéndose como un veneno por todo mi cuerpo. La desesperación, esa que antes era mental, ahora es física. Cada paso es un esfuerzo titánico, pero mi instinto me guía. Afuera. A la oscuridad. Caza.
La noche me recibe como una madre indulgente, fría y silenciosa. Mis sentidos, normalmente tan afilados, están embotados, pero lo suficiente para percibir el ritmo frenético de las venas latiendo a mi alrededor. Cada humano que se cruza en mi camino es un recordatorio de lo fácil que sería... solo un movimiento rápido, un mordisco, y toda esta agonía terminaría.
El olor de la sangre, ese perfume tentador, llena el aire. Mi boca se inunda de deseo. Ya no me importa la sutileza, la discreción. El monstruo dentro de mí ha tomado el control, susurrando en mi oído con dulzura perversa. Alimenta. Toma lo que es tuyo.
Casi sin darme cuenta, mis pies me llevan a uno de los callejones que he frecuentado tantas veces. Es un lugar oscuro, apartado, donde las sombras reinan y los gritos se pierden en la nada. Y allí, en la penumbra, veo a mi presa: un hombre desprevenido, quizás saliendo de alguna reunión, sus pasos lentos y descuidados.
Me lanzo sobre él antes de que pueda darse cuenta. Mi mano cubre su boca, silenciando cualquier intento de resistencia, y mis colmillos se hunden en su cuello sin titubear. El flujo de sangre cálida llena mi boca, ese elixir que corre por mi garganta como fuego, despertando cada fibra dormida de mi cuerpo. La oscuridad retrocede ligeramente mientras la vida fluye de él hacia mí, restaurándome.
Pero no es suficiente.
No me detengo. El monstruo no se sacia tan fácilmente. Sigo bebiendo, con desesperación, con rabia. No hay placer en esto, solo necesidad. Su vida se desvanece bajo mis labios, y aún así, sigo. La debilidad comienza a disiparse, pero el vacío persiste, ese abismo que solo la sangre puede llenar.
Finalmente, cuando ya no queda nada más que tomar, lo suelto. El cuerpo del hombre cae inerte al suelo. Me quedo ahí, de pie, respirando profundamente mientras la sangre recién tomada corre por mis venas, revitalizándome, pero también recordándome lo que soy. Mis manos tiemblan, no por la fatiga, sino por la rabia contenida, por la frustración, por el caos en el que me he hundido.
Miro a mi alrededor, tratando de recomponerme, de volver a ser la criatura calculadora y controlada que siempre he sido. Pero es imposible. Este descontrol es la prueba de lo frágil que soy, de lo cerca que estuve de perderme completamente. El monstruo está despierto, y no se irá tan fácilmente.
Mientras me limpio la boca, tratando de recomponerme, mis pensamientos vuelven a Lía. ¿Qué me está pasando? ¿Por qué permití que su ausencia me despojara de mí misma? No puede ser solo la desaparición de una humana lo que me ha llevado a este extremo, ¿verdad? Y sin embargo... lo es. La respuesta está ahí, en lo más profundo de mi ser.
Lía me ha afectado de una manera que nunca creí posible. Su ausencia me ha desgarrado de una manera que no puedo entender, y ahora, mientras me enderezo, más saciada pero no satisfecha, sé que este monstruo dentro de mí no ha sido domado. Solo está esperando el momento adecuado para volver a rugir.
Me tambaleo de regreso hacia casa, mis pasos más firmes ahora, pero mi mente aún en caos. Cada parte de mi cuerpo duele por lo que ha pasado, pero el dolor físico es solo una sombra comparado con el tormento mental que me sigue consumiendo.
Mientras las luces de la ciudad parpadean a mi alrededor, me doy cuenta de una verdad aterradora: no estoy segura de que pueda soportar mucho más de esto. Si Lía no aparece pronto, si no encuentro respuestas, temo lo que pueda llegar a hacer... no solo a los demás, sino a mí misma.