El dolor es lo primero que siento. Un ardor abrasador que devora mi piel, como si me estuvieran quemando viva. Rugidos de agonía brotan de mi garganta antes de que mi mente siquiera comprenda dónde estoy. Abro los ojos de golpe y me encuentro en un lugar que no reconozco al instante, pero la sensación es inconfundible: el sol.
El sol me está matando.
El cielo sobre mí es de un azul hiriente, el aire tibio me rodea, pero lo único que percibo es el fuego en mi piel. Parpadeo, cegada por la luz, y veo que estoy en una azotea, mi cuerpo extendido sobre la dura superficie del cemento, totalmente expuesta a la brutalidad de los rayos solares. Me retuerzo, gimiendo de dolor mientras el ardor devora mi carne, la sangre bullendo bajo mi piel.
Mis manos temblorosas se apoyan en el suelo, y noto algo más. Sangre. Sangre seca, pegajosa, cubriendo mis brazos, mis manos, mi ropa... toda yo.
El pánico me sacude. Mi respiración, innecesaria, se acelera. Intento recordar cómo llegué aquí, pero mi mente está en blanco, un vacío oscuro que no me ofrece respuestas. ¿Qué he hecho?
No hay tiempo para pensar. El sol. El dolor es demasiado, desgarrador, y sé que si no me muevo ahora, si no me cubro de inmediato, no quedará nada de mí. Me tambaleo hasta ponerme de pie, mis piernas se sienten débiles, temblorosas. Mi cuerpo protesta, y cada paso es una tortura, pero el instinto de supervivencia es más fuerte. Me lanzo hacia las escaleras que descienden del edificio, mis pies tropezando en el camino, casi cayendo mientras mi piel chisporrotea bajo el sol, quemándose.
Cada segundo es una eternidad, pero al fin encuentro refugio en la penumbra del edificio. El alivio es inmediato, aunque el dolor sigue allí, como brasas incandescentes. Bajo corriendo los escalones a trompicones, mi cuerpo aún cubierto de esa sangre seca que se ha pegado a mi piel como un recordatorio ominoso de algo terrible.
Llego a mi casa, tambaleándome como un animal herido. Cierro la puerta de golpe, asegurándome de que ninguna luz entre, y me dejo caer al suelo, jadeando, tratando de recomponerme. ¿Qué demonios pasó anoche?
Me retuerzo, mis manos palpan mi piel quemada, tratando de calmar el ardor. Las marcas del sol, aunque curándose lentamente, aún son dolorosas. Cada movimiento es una agonía, pero el dolor físico no es lo peor. No... lo peor es el vacío en mi memoria. La noche anterior es un agujero negro, un abismo en mi mente que no puedo llenar.
Entre los movimientos desesperados, golpeo algo con el pie. Un golpe sordo que me hace detenerme. El mando de la televisión. Lo empujo accidentalmente mientras me retuerzo por el dolor, y la televisión se enciende, iluminando la sala en sombras con las imágenes del noticiero matutino.
La voz del presentador me atrapa como una trampa mortal.
"... y seguimos informando sobre la masacre que ha conmocionado la ciudad anoche. Al menos veinte personas han sido encontradas muertas, desangradas completamente en lo que las autoridades han descrito como un ataque salvaje e inhumano. Los testigos hablan de un monstruo que apareció de la nada, sembrando el caos..."
Mi corazón, si es que aún funciona, se detiene.
El sonido de esas palabras se clava en mí como estacas afiladas. Un monstruo. Desangradas completamente. Mi mente, aún enturbiada, lucha por comprender, pero es como si una verdad brutal comenzara a emerger del fondo de mi subconsciente. Siento cómo la sangre —la sangre que no es mía— pegada a mi piel, la viscosidad en mis manos, el olor metálico que no puedo ignorar.
Yo soy el monstruo.
No necesito ver más. Mi cuerpo, mi mente, mi alma entienden lo que la razón no quiere aceptar. No hace falta que me cuenten los detalles. La noche anterior, esa en la que todo se convierte en sombras, fui yo la que lo hizo. Fui yo la que desató el infierno sobre esas personas.
El noticiero sigue, pero las palabras del presentador se convierten en un eco distante. Mi mente se desvanece en el torbellino del horror que acaba de desatarse dentro de mí. Siento el estómago vacío, no de hambre, sino de puro asco. ¿Cómo? ¿Cómo he podido llegar a esto? Mis manos tiemblan, intentando borrar la sangre seca que se ha convertido en una segunda piel. Pero no puedo. No puedo deshacer lo que hice.
Corro al baño. Necesito quitarme esta maldita sangre. Pero incluso cuando el agua corre sobre mi piel, no puedo evitar sentirla aún allí, adherida a mí como un recordatorio de lo que soy. Un monstruo. Un maldito monstruo.
Cuando el agua fría toca mis quemaduras, sisea y humea, mi cuerpo se retuerce en respuesta al dolor. Es como si todo estuviera mal, como si mi cuerpo se rebelara contra sí mismo. La imagen que veo en el espejo es peor que la peor pesadilla. Mi reflejo, pálido, cubierto de manchas rojizas, con los ojos enrojecidos, hambrientos, me devuelve la mirada.
Mis manos se aferran al borde del lavabo, intentando mantenerme en pie mientras la realidad me aplasta. ¿Qué soy realmente? Esto va más allá de lo que cualquier vampiro debería ser capaz de hacer. Esto es una masacre. Esto es caos.
Me desplomo en el suelo, el agua fría aún corriendo, pero ya no siento nada. Mi mente gira, atrapada en un ciclo de culpa y miedo. Sé lo que soy. Lo que siempre he sido. Pero esta vez, es diferente. Esta vez, me he convertido en la pesadilla que siempre temí. La que acecha en la oscuridad. La que arranca vidas sin piedad. La que no debería existir.
Lía... Mis pensamientos vuelven a ella en un destello de desesperación. ¿Dónde está? ¿Qué hubiera pensado de esto? Y entonces, una verdad aún más horrible me golpea: ¿Y si también la lastimé a ella?
La posibilidad de haber hecho daño a Lía me asfixia, me retuerce el alma, si es que aún me queda algo de eso. No lo recuerdo. No recuerdo nada. Y eso es lo más aterrador de todo.
Deslizo mis dedos por el suelo, temblando. Estoy perdiendo el control. Las paredes de la casa, antes un refugio, ahora me parecen una prisión asfixiante. Me siento atrapada en mi propia mente, en mi propio cuerpo. ¿Cómo llegué a esto?
Me arrastro, con la espalda apoyada en la fría cerámica del baño, el dolor de las quemaduras aún punzante, y permito que la oscuridad me envuelva de nuevo. No hay respuestas, no hay paz. Solo el vacío, el hambre insaciable, y el eco del rugido del monstruo que, al final, soy yo.