Capítulo 3

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Gritos sonaron. Sangre cayó sobre la frente de un joven Lecceo que luchaba codo con codo junto a sus hermanos legionarios formados en una línea triple que resistía el embate de otros guerreros que trataban de atravesar la formación. Las lanzas, espadas y picos buscaban la carne desprotegida de alguno de ellos, pero el escudo de los legionarios los mantenía a salvo mientras luchaban.

Sus enemigos, vestidos con telas azules, cascos puntiagudos con campanas y símbolos por los costados, protegidos con cotas de malla, se contaban por más de mil. La ciudad de Ajrám estaba sitiada. Las fuerzas de Ha'Sag habían penetrado las murallas exteriores y derribado los edificios. Ajrám era una ciudad fortaleza situada a los pies de una montaña, dividida en tres mesetas, como si fueran escalones de un gigante, de más de cincuenta metros entre ellas. Durante semanas los legionarios habían mantenido una lucha a la distancia; pero en un momento, grupo tras grupo de soldados salieron a mansalva desde sus posiciones detrás de los edificios aún en pie. La formación de Lecceo se unió de prisa. Los escudos convexos teñidos de un naranja intenso resistieron el embiste de las jabalinas y luego el acero de las lanzas. Los gritos de furia, dolor y ordenes resonaban por todo el campo de batalla. El hombre al lado de Lecceo gritaba con todos sus pulmones:

—¡Resistan! ¡Resistan!

Pero la formación se veía superada. Perdían centímetro a centímetro mientras los escudos eran empujados por el oleaje del fiero enemigo. Los de Värlsun estaban superando a las legiones por poco. Las fuerzas de Lecceo flaqueaban; por un momento estuvo a punto de tropezarse y que una lanza atravesara su garganta. Logró mantenerse en pie y sostuvo el escudo a tiempo. La ira y la desesperación lo llevaron a rogar por un milagro en voz alta.

Los dioses estaban de su lado.

Una corriente de viento los golpeó de la espalda, desestabilizando a todos los guerreros, pero especialmente a los bárbaros de Värlsun. Lecceo cayó sobre su rodilla; la fuerza de la brisa era colosal, casi asfixiante, pero les dio la brecha de tiempo necesaria para matar a sus enemigos. Agarró una lanza del suelo y se puso en pie; varios legionarios lo imitaron y saltaron sobre los värlsuntinos, quienes, indefensos, sólo pudieron ver como el pico de las lanzas y espadas cortaron sus cuellos.

Los värlsuntinos más lejanos se levantaron y huyeron con todas sus prisas hasta sus edificios. Lecceo gritó mientras alzaba la lanza en su diestra:

—¡Catapultas!

En unos segundos la maquinaria, aunque lejana, empezó a moverse y preparar las pesadas piedras. Los bárbaros seguían huyendo, buscando que las paredes de madera de los edificios pudieran darles un refugio. Un silbido pesado se escuchó. Las catapultas crujieron. Las piedras surcaron el aire y, con estruendo, demolieron los edificios, matando a los que trataron de esconderse.

Lecceo empezó a avanzar junto a la legión. Se volvieron a unir en un sólido bloque y cruzaron los restos de las casas. En otras partes de la ciudad se escuchaban los gritos de varios hombres y soldados. Lecceo se preguntó qué tan pronto iba a terminar aquella batalla. Pero de repente, desde una casa ubicada a la lejanía sobre la montaña un estallido se escuchó. Como si fuera una piedra arrojada desde lo alto, una figura humanoide voló y chocó de espaldas contra los escombros cercanos a Lecceo. El centurión entrecerró los ojos y vio que era una mujer: tenía el cuello totalmente doblado, con el rostro en la espalda y una herida terrible en su pecho, como si hubiera recibido una descarga de rayo.

Sena se lamentó, hasta que vio a la figura empezar a retorcerse. Los legionarios se alarmaron. La mujer crujió el cuello y volvió en sí. Se levantó y miró hacia el lugar de dónde había sido arrojada. Gruñó, pero no con voz de mujer, sino como el rugido de una bestia. Su piel lentamente se transfiguró, deformándose en una forma distinta y mucho más alta, rodeada por una capa negra y desgastada por los bordes que le daba aspecto que todo el mundo reconocía. Sus hombros anchos, altura imponente, rozando los dos metros de estatura, sumado a la capucha negra que llevaba como si fuera una simple carcasa podrida para ocultar su interior, le daban la silueta distinguida de Cambiapieles.

Las Puertas Del HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora