Prologo

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Bajo la oscuridad de la noche, una figura se desvaneció como bruma y de ella apareció una criatura de cuatro patas y aspecto de bestia; no se parecía ni a un lobo o a un tigre, sino a una aberración. Sus colmillos eran largos y puntiagudos, más afilados que las espadas de los hombres y más duras que el acero. La bestia empezó a trotar y luego a correr, invadida como por un espíritu descontrolado. Pero era astuta. Más que ninguna otra criatura del vasto continente.

Su amo le había encargado una misión, y la iba a cumplir. Su aspecto era más negro que la noche y más terrible que cualquier augurio de mala muerte. Su paso era imparable. Recorría como una flecha las estepas del Paríos. Entonces, divisó el olor que buscaba: carne de hombre.

Sus ojos diestros identificaron a la lejanía las torres de humo que se elevaban por encima de un campamento de los enemigos de su señor. Eran miles de soldados entrenados para la guerra, huestes del gobernante de las Parías, ataviados en sus gambesones marrones y recubiertos con precarias, pero suficientes, cotas de malla. Entonces la bestia aumentó el ritmo. Sus garras dejaban profundas muescas sobre la tierra tal como si se tratase de una criatura sacada de las entrañas del averno.

Sin que las legiones de hombres que conformaban el grueso del ejército, quienes descansaban con cierta tranquilidad bajo la luz de la luna en la estepa a las faldas de la gran cordillera del Phadas, se diesen cuenta, la sombra del terrible ser se agazapó sobre ellos. Los primeros gritos de las víctimas fueron atroces; de unos cuantos zarpazos la bestia era capaz de rebanar cabezas y mutilar a un hombre a la mitad. Era enorme, más grande que cualquier caballo de guerra, y más feroz que el más terrible de los leones. Cual carga de caballería, el monstruo de la noche fue matando uno por uno a los soldados a una velocidad vertiginosa; sus movimientos eran como los de un gran felino que podía usar cada una de sus extremidades al igual que potentes armas. Los soldados daban órdenes a gritos en la oscuridad de la noche; algunos se ponían de pie tras despertarse alarmados, antes de ser asesinados por las garras del coloso bestial. Otros intentaban huir, espantados con los rugidos guturales.

Los pocos hombres con el coraje para hacerle frente se abalanzaron de uno a uno contra la bestia, logrando clavar largas lanzas, alabardas, jabalinas y virotes sobre la espalda y costados de ésta. Pero, como si de una pesadilla se tratase, el monstruo se arrancó con su boca las armas que le clavaron ante los ojos de docenas de hombres incrédulos y aterrados. Las heridas empezaron a sanar. Incluso las alabardas, que habían entrado en la profunda piel y rasgado los órganos, fueron inútiles. El terrible ente gruñó, pero no era como el quejido de un animal, sino como la risa de un hombre. Entonces la piel de la bestia trasmutó, pasando de ser como un canido a la coraza de un rinoceronte. Y luego se lanzó hacia los hombres, matándolos con una facilidad abrumadora. Cientos y cientos cayeron de un momento al otro. No les quedaban esperanzas. Los pocos que habían sobrevivido estaban corriendo en todas direcciones, buscando escapar.

Los minutos transcurrieron y el suelo se inundó con la sangre de miles de soldados; las cotas de mallas eran cortadas y trituradas por las garras del monstruo como si fueran de simple papel. Pero el horror no solo hastiaba los corazones de aquellos hombres, sino también a la de la criatura quién, con cierto desagrado, miraba sus propias acciones. Y ese sería un fantasma que lo perseguiría durante mucho, mucho tiempo.

Entonces llegó hasta el campamento principal: una larga y gran casa de campaña blanca que podía albergar a una docena de hombres sin dificultades. Rasgó la tela e ingresó como un halcón al nido. Ahí, encontró a otra de sus presas, y era uno gordo: el capitán. Un hombre mayor, de unos sesenta años, que respiraba asustado ante la mirada oscura del asesino bestial que tenía ante él. El viejo oficial levantó levemente su espada en un intento vano de combatir. Jadeó con pavor y se preparó para morir. Pero el miedo del capitán que se impregnaba en sus ojos lentamente se trasfiguró en una mueca de horror al contemplar como el ente fue engullido por una neblina negra para luego revelar su verdadera apariencia. ¡Hechicería! ¡No era un animal! ¡Era un hombre!

Las Puertas Del HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora