El cielo estaba oscuro, ahogado de nubes y ceniza que había sumergido a la ciudad de Ojrúm en una pesadilla viva. Era una vista deprimente capaz de poner nervioso no solo a los habitantes, sino también a los que la sitiaban.
Las legiones de ceniza, miles y miles de hombres acomodados en una gran campaña que rodeaba la ciudad que se escondía a los pies de una montaña, con murallas enormes que la mantenían protegida de cualquier máquina fabricada por el hombre, estaban aguardando como pequeños abejorros las ordenes de su amo para salir al ataque y hundir a Ojrúm en la desesperación.
Pero ellos también estaban desesperados.
Habían trascurrido más de nueve años desde el inicio de la campaña de Koöm. Cambiapieles y Hibelón habían luchado en varias ocasiones, tras la miserable victoria de Ajrám, contra el coloso de Rompecráneos; el hechicero de puños de hierro había escapado tras su pelea contra el Rey de Cenizas en aquella lejana batalla y, tras todo ese tiempo, el Mago Del Viento y la bestia de mil caras le habían dado caza. En todas las luchas, ambos habían perdido; el mago värlsuntino era mucho más astuto, feroz y tenaz de lo que llegó a pensar el mismo Rey de Cenizas, y su ejército lo resentía: tenían suministros para continuar la guerra un par de años más, pero mantenían dos frentes abiertos: contra Rompecráneos y las tribus värlsunitas, y en la retaguardia contra la logística y el mal tiempo.
Las legiones mantenían la cabeza en alto, pero su moral se resquebraría si no lograban la victoria en las tierras de Värlsun. Para los soldados del campamento el cielo era un terrible augurio, y Ojrúm era la ciudad más grande que habían invadido nunca. Delante de ellos se extendían kilómetros no solo de terreno hundido y lleno de fango, sino también de murallas de piedra que eran capaces de hacer estremecer a los veteranos.
Lecceo estaba por delante del campamento observando al Rey de Cenizas y a sus dos esbirros dialogar a una docena de metros, dando la espalda al resto del ejército, mientras sus mentes oscuras ideaban un ataque contra los de värlsun. Al lado del centurión, la figura de Furmagor y otro soldado más alto que él, de hombreras doradas y telas que hacían juego con su casco trasversal no de centurión, sino de mago argentrium, lo rodeaban como viejos compañeros. Los tres, al igual que los demás legionarios, eran imberbes y sus cuerpos estaban diseñados específicamente para la batalla.
—¿Cuánto crees que tarde en realizar el ataque? —preguntó Lecceo.
Alandiur sonrió; su arrogancia no se había desvanecido después de observar el deprimente panorama que los cubría como una bóveda.
—Quizás tardemos un poco más; llevamos apenas un par de días aquí. Recién hace unas horas el resto de la vanguardia arribó.
El hombre al otro lado de Lecceo, un poco más alto que él y con un guante negro en su mano izquierda, resopló.
—Puede que Ha'Sag lo decida hacer la próxima semana.
Lecceo arrugó la frente.
—Yo creo que será hoy.
Sus compañeros sonrieron y bufaron.
—¿Qué tan seguro estás de eso? —preguntó el del guante.
—¿Por qué no vas tu mismo en persona a preguntarle?
Sena se ruborizó. Esa idea le aterraba; pero sus compañeros sabían lo mucho que estimaba al Rey en persona.
—Podrían matarme.
Furmagor hizo una mueca de burla.
—Tranquilo; ninguno de ellos te matará, al menos que los insultes.
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Las Puertas Del Hades
FantastikEn un vasto imperio donde la paz se mantiene bajo el yugo de la Reina de Cenizas y sus Seis grandes hechiceros, un antiguo legionario, Lecceo, que ha vivido más de lo que ningún mortal debería, añora los días gloriosos de sus campañas. Ha presenciad...