Capítulo 37

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La luz del sol filtraba sus cálidos rayos a través de las hojas de los árboles, creando un mosaico dorado en el suelo del bosque. La pequeña, con solo siete años, corría descalza por el sendero de tierra, sus risas resonando entre los altos pinos. En la cabaña, el aroma a madera fresca y la calidez de su hogar la envolvían como un abrazo.

Su madre se encontraba horneando un delicioso pan, el olor a masa caliente llenando el aire, mientras su padre, concentrado, tallaba una figura de madera con entusiasmo. Su hermano, por su parte, cortaba la leña con un hacha, el sonido del metal chocando con la madera resonando en el ambiente.

—Hermano, iré a cortar flores —avisó la pequeña, corriendo sin esperar respuesta.

—Esa niña siempre hace lo que quiere —refunfuñó el joven, mirando cómo se alejaba con una mezcla de exasperación y cariño.

El padre simplemente rio sin dejar de tallar, la navaja moviéndose con destreza en sus manos.

—Déjala, es normal a su edad tener esa energía —dijo, con una sonrisa en el rostro—Solo disfruta de su infancia.

Resopló, pero no pudo evitar sonreír también. A veces, la energía desbordante de la pequeña era contagiosa. A pesar de su carácter caprichoso, había algo encantador en su forma de ver el mundo.

Mientras se adentraba en el bosque, la pequeña se sentía invencible, como si el mundo entero estuviera a sus pies. Los colores vibrantes de las flores silvestres la llamaban, y su mente se llenaba de planes sobre cómo las usaría para decorar la mesa de la cabaña o sorprender a su madre. Sin embargo, en su interior, una chispa de egoísmo comenzaba a brotar. Las flores eran un tesoro, y la idea de compartirlas no siempre era su prioridad.

De repente, un sonido de voces y animales la sacaron de su ensueño.

—¿Qué es eso? —murmuró, al escuchar el alboroto a lo lejos.

La curiosidad le ganó, y se dirigió hacia el origen de aquel bullicio. A medida que se acercaba, los sonidos se volvían más claros: risas, gritos de alegría y el suave relinchar de caballos.

Al asomarse entre los árboles, su corazón latió más rápido. En el claro contiguo, un grupo de jóvenes con armaduras brillantes se reunía alrededor de una fogata, algunos montando a caballo, otros bailando y riendo. La escena era como un cuadro pintado por hadas: luces que titilaban, risas que flotaban en el aire y un aroma delicioso de algo cocinándose.

Se quedó inmóvil, fascinada por la alegría que emanaba del grupo. Nunca había visto algo así en su pequeño mundo.

—¿Qué estarán haciendo? —se preguntó en voz baja, sintiendo una mezcla de emoción y nerviosismo.

El deseo de unirse a ellos creció en su interior, pero también una pequeña voz de advertencia le decía que debía ser cautelosa. ¿Quiénes eran esos jóvenes? Sin poder resistir más, dio un paso adelante, decidida a descubrirlo.

Sin embargo, el ruido entre los arbustos alertó a los soldados que se encontraban relajándose después de una larga campaña. Al escuchar las ramas crujir, sus instintos de alerta se activaron, y rápidamente desenfundaron sus espadas, mirando en dirección al sonido.

—¿Quién anda ahí? —gritó uno de los soldados, su voz resonando como un trueno en el claro.

—No puede ser un enemigo, estamos lejos de la batalla —murmuró otro, su espada aún en mano, pero su voz reflejaba confusión—. Además, ¿quién en su sano juicio respondería una pregunta tan estúpida?

—Cierra la boca —ordenó fastidiado el primer soldado.

Antes de que comenzaran una pelea sin sentido, una tierna voz interrumpió el tenso ambiente.

Metamorfosis de la insaniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora