Capítulo 1: "La vida de un desdichado"

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Antoine... Volví a soñar contigo.

La verdad es que ha sido así casi todas las noches desde que te fuiste, desde que decidiste dejarme por defender algo nulo. Pero esto ya lo sabes, te lo he repetido incansablemente en cada una de las cartas que te escribo cada semana. Las envío como si aún existiera una mínima posibilidad de respuesta, aunque nunca llega.

En mi sueño, volvíamos a ser jóvenes. O, mejor dicho, yo lo era. Esa tarde, mi padre te presentó ante mí como si fueras un premio que debiera aceptar sin cuestionar, y yo, un bien preciado que ofrecía con orgullo.

Sus palabras resonaban como una letanía constante: mi edad, mi belleza, mi pureza. Repetía esas cualidades como si fueran las únicas que me definieran, sin considerar quién era yo realmente, lo que quería, lo que temía.

Mi mirada trataba de encontrar la tuya, pero tu figura se desvanecía, como una sombra que el tiempo ha desdibujado en mi memoria. Sin embargo, tu sonrisa destacaba entre todo ese vacío borroso; esa sonrisa segura, el asentir pausado con el que aceptaste la oferta. Yo, con mi corazón enredado entre el miedo y la sumisión, supe en ese instante que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre. Fui entregado a ti, y tú me aceptaste sin vacilación.

Ese recuerdo aún me atormenta. Porque, en ese momento, tú parecías ser el hombre perfecto. Y no sólo para mí; mis padres también te veían así. Eras el alfa ideal: adinerado, influyente, respetado por todos en Saint-Nazaire. Convencidos de que no podría haber mejor destino para mí que estar a tu lado.

El único alfa que había conocido, el primero y, según ellos, el último que debía importarme a mis diecisiete años. Yo, demasiado joven y asustado para rebelarme, acepté mi papel sin rechistar, porque eso era lo que se esperaba de mí, porque así debía ser. Me convertí en lo que todos querían que fuera: tu esposo, tu posesión, tu omega.

Después de ese sueño, o más bien ese recuerdo, desperté con lágrimas resbalando por los costados de mis ojos, dejando un rastro húmedo y cálido sobre mis mejillas. Mi cuerpo estaba agitado, mis manos temblaban levemente sobre la áspera manta, y la sensación de vacío se expandía en mi pecho como una sombra sin forma. Mi corazón latía con una desesperación que parecía pertenecer a otra vida, un ritmo frenético que se negaba a calmarse, mientras mi respiración regresaba a mí lentamente, en un intento de acompasarse con la quietud de la habitación.

Me quedé mirando el techo de madera; ese techo de vigas desgastadas, tan familiar y tan ajeno a la vez, se extendía sobre mí como un recordatorio constante de mi encierro. Respiré hondo, tratando de convencerme de que el sueño había terminado.

«¿Dónde estabas? ¿Estarías bien? ¿Podrías estar muerto? ¿Nos habías dejado para siempre?» Las mismas preguntas giraban, una y otra vez. Era imposible pensar en otra cosa; tu ausencia lo llenaba todo.

Sentía que me hundía en esa oscuridad, pero, afortunadamente, no estaba solo. No, no lo estaba, y eso me daba un pequeño hilo al que aferrarme, una razón para tratar de mantenerme entero.

Fueron sus pisadas suaves, casi como un deslizamiento delicado, las que me devolvieron a la vida. El sonido fue tan leve, pero lo suficientemente potente como para hacer que mi corazón, desbocado por la angustia, comenzara a encontrar su ritmo.

Me apresuré a secar las lágrimas que aún caían por mi rostro, pasando las yemas de mis dedos con torpeza, como si no quisiera que esas pequeños ojitos me encontraran en ese estado tan vulnerable. Aclaré mi garganta, forzándome a regresar a mí mismo, intentando dejar de lado el dolor, relajando los músculos de mi cara que aún estaban tensos por la tristeza. Sonreí, aunque fuese una sonrisa débil, pero sincera, al ver esa cabellera rubia aparecer frente a la cama. Sus mechones dorados ondeaban mientras corría delante de mí, reflejando la luz tenue del amanecer gris.

Cenizas En La Ausencia -L.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora