Darius VII

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Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que el sol estaba en lo alto de la bóveda celeste, en su máxima elevación, debían ser las dos —o quizá las tres— de la tarde, pero estaba seguro de que pasaba del medio día

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Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que el sol estaba en lo alto de la bóveda celeste, en su máxima elevación, debían ser las dos —o quizá las tres— de la tarde, pero estaba seguro de que pasaba del medio día.

Permaneció tumbado de espaldas en su lecho, al recordar los sucesos de horas atrás podía sentir el calor subir a su rostro.

Más, sin embargo, pronto su ligera animosidad sucumbió a la oscuridad, en su corazón se abrió el vacío y lágrimas subieron a sus ojos y se agolparon, no quería dejarlas salir.
¿Por qué él era merecedor de momentos de placer e intimidad?¿Qué lo hacía digno de esa pereza diurna?

¿Por qué Ana no? Él habría deseado llevarla al altar, verla unir su vida a un hombre que la amara o a una mujer, no importaba. Que tal vez diese a luz hijos o no, que hiciera lo que ella quisiera. ¿Cómo habría sido de adulta?¿Habría seguido siendo aventurera y gentil? ¿Su ímpetu se habría sosegado? ¿Habría seguido amando los insectos y los caballos?¿Habría encontrado algo que amar más que el sol y los dátiles?

Los ojos le ardían. Era un hombre y aún quería llorar como un niño.

Había intentado encontrar el consuelo en los templos, en las plegarias y la promesa de la vida eterna. Pero no lo encontró jamás, es difícil imaginar un paraíso que con certeza sabes que no existe o que no irás. Las almas humanas no van al cielo, sólo regresan una y otra vez en un ciclo infinito, los ángeles volvían a su estado de luz y gracia perpetua. ¿Pero que pasaba con los celestiales? No lo sabía nadie, no había una respuesta.
Los mortales tenían su eternidad e infinitas oportunidades para hacer de sus vidas el paraíso o el infierno, los angeles también tenían su existencia eterna.
¿Y ellos? Sólo la tierra y el impirio.

No sabía muy bien lo que sentía, al ver la felicidad de los mortales sentía no sólo como verlos comiendo mientras él estaba hambriento sino como si le hubiesen quitado el pan para comérselo.
En cierto modo lo habían hecho.

Algunas lágrimas brotaron y a otras las ahuyentó, se levantó de la cama y se vistió, había llegado el final de Junio y los impuestos estaban por llegar, necesitaba hacer números. A veces Yì Rén lo ayudaba pero ese día se sentía con ánimo de estar solo y tampoco quería interrumpir las lecciones de Yì Rén, que dada la hora, debía estar siendo un dolor en la cabeza de Cythara, quien se quejaba demasiado y hasta el hartazgo de su esposa.

Su mujer era una alumna demandante, de aprendizaje rápido y muy proclive al aburrimiento, así que a menudo en sus lecciones Cythara la encontraba haciendo pequeños dibujos o escribiendo versos en los rollos de papel y eso hacía a Cythara pensar que no era escuchada o atendida, él mismo había tardado en acostumbrarse a que Yì Rén no lo mirara cuando le decía algo y siguiera en su actividad, a que jugara o persiguiera a los gatos del castillo aún cuando se le estaba hablando o preguntando algo, pero más temprano que tarde él entendió que era escuchado y atendiendo aunque no lo pareciera.

Era el primer año de matrimonio, en la fecha que él había seleccionado a su cumpleaños, Yì Rén había hecho matar cerdos y hornearlos con ciruelas y dátiles. Él estaba cierto y seguro de que jamás le dijo que le gustaban esos últimos. También le consiguió una nueva silla para su caballo, pese a que él no se quejó nunca de que la suya se había vuelto incómoda.

Veneno para ángelesWhere stories live. Discover now