Darius nació mitad ángel, mitad mortal. Es lo que él y los suyos nombran como un celestial.
Él ve a su raza y su poder al borde del colapso y está dispuesto a todo para salvarlos de la extinción y del exterminio.
Ha trazado un elaborado plan para b...
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Había dormido entre poco y nada, cuando cerraba los ojos sus memorias se encendían.
Más que las imágenes de los muertos, era el olor lo que lo atormentaba. No importaba si era roja o de oro, al final era sangre y olía como tal, ese aroma ferroso reptaba por sus fosas nasales aunque no hubiese ni una gota del líquido dentro de los muros de sus aposentos.
Tan intenso e insidioso que podría haber vomitado.
Era aún de madrugada. ¿Y sí acudiera a su esposa?
No. No debía confundirse, no más de lo que ya había empezado a hacerlo.
Ella no le quería, quería el ícor.
Su parte más racional le decía que una no era excluyente de la otra, ella bien podría quererlo a él y querer la sangre de ángel. Que se podía quererlo todo. Pero también su razón le decía que sí ella debía elegir, elegiría su ambición. No el amor.
No la condenaba por ello, al final por eso la había escogido.
Y aún así quería distanciarse pues ella ya había puesto veneno en él.
Se vistió y salió de sus aposentos, caminando por los pasillos se sintió tentado a entrar a los de su esposa pero obligó a sus piernas a obedecer y seguir con su camino.
Prefirió dedicar sus pensamientos a otro asunto. Al final su esposa había cedido pero con más insistencia de la que había pensado que tendría que usar, podía estar seguro de que cedió por hartazgo más que por un favor para él.
Maeve, por otra parte, apenas se resistió a la intrusión de Yì Rén.
Presionada y con Lant siempre pendiente de las actividades de todos, Maeve encontró en Yì Rén una cómplice, una coartada y compañía. Una parte de sí mismo se lamentaba que la celestial tuviese tan pobre juicio, que fuese tan confiada, eso la llevaría a la ruina.
Pocas piezas poseía respecto a la mortal, una mujer de veintisiete, la cuarta hija de una familia comerciante y relativamente acomodada, una solterona, en resumen, dedicada al cuidado de su madre y su padre, no había ningún problema superficial con ella. Más no confiaba. Nunca podría confiar. Yì Rén también comentaba que la mortal poseía una remarcable falta de caracter y fuerza.
Era una pena, pero no podía hacer nada al respecto. «Todos se emparejan con sus semejantes.» Pensó. Sus padres habían sido parecidos, temerarios. La valentía de su padre mortal los había salvado a él y Anna. La valentía de su madre protegió a Anna, a quien tuvieron que arrancar de sus brazos.
¿Por qué él no murió con ellas? Habrían permanecido una familia, aunque fuera en la muerte. Pero él permanecía. ¿De quién era la culpa?¿De él por vivir? No.
Y, aún así, se sentía culpable. No había sido suficientemente grande, ni lo suficientemente fuerte o poderoso.