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595 d.C



La guerra había consumido el mundo. Al menos el que ellos conocían. 

Por las calles de Hispania, aunque no hiciera mucha falta verlo con atención, se veían marcadas suaves desgarros proliferados por la tensión de la guerra con el Imperio Bizantino.

Teniendo en cuenta lo que se avecinaba, el miedo, la incertidumbre y la desilusión ante un posible futuro desastroso, las personas vivían intranquilas sus vidas. No obstante, en medio de este caos, una sencilla joven de cabellos claros encontraba su propio refugio. Con su cabello rubio brillante y su porte elegante, era fácil reconocerla entre la multitud. A pesar de las adversidades que la rodeaban, la joven irradiaba una calma serena que atraía la atención de quienes la conocían.

Cada mañana, caminaba por las empedradas calles de su aldea, saludando a los comerciantes que vendían sus productos frescos. La escasez era una constante, y muchos luchaban por sobrevivir, pero ella, con su naturaleza bondadosa, siempre encontraba la manera de ayudar. Con un gesto amable o una palabra de aliento, lograba iluminar incluso los días más oscuros.

A menudo se detenía en la plaza central, donde se alzaba una estatua de un antiguo rey visigodo.

Allí, escuchaba las historias de los ancianos, que hablaban de tiempos de gloria y de lucha. Los relatos le inspiraban, alimentando su deseo de ayudar a su pueblo. Algo que se resumía simplemente en ofrecer su amabilidad y ayuda cuando podía; pues una mujer como ella, apenas con sus diecinueve años de vida, no podía soñar con lograr grandes cosas. Los vecinos que la querían, inclusive, ya la estaban animado para casarse y ayudar con hijos a esta tierra que había sido debilitada con la guerra. Alegando que ya estaba madurando, y que pronto dejaría de ser deseada por los hombres.

Pero..., ella siempre esperaba por conocer a alguien. 

Y aún teniendo extraños deseos en su corazón, era consciente de que si para el año que viene, no había encontrado al que su corazón aclamaba, se casaría con el hombre cuarentón amigo de su familia.






Una tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse, un grupo de niños la rodeó, intrigados por su aura mágica. La muchacha de nombre Elizabeth sonrió, no entendía cuándo las personas decían que su aura era especial, pero si lograba sacarles una sonrisa, era más que suficiente. 

En ese momento, el frío del invierno se sentía menos severo y la guerra, un poco más lejana.

Sin embargo, en la penumbra de la noche, los ecos de los conflictos llegaban hasta ella. A veces, los rumores de invasiones bizantinas se filtraban entre las conversaciones de los comerciantes, y ella no podía ignorar la realidad que la rodeaba. Sabía que, aunque su vida era tranquila, el futuro de su aldea dependía de la unidad y el coraje de su gente.

A medida que el tiempo pasaba, comenzó a organizar encuentros comunitarios, donde compartía su visión de un futuro en paz. Con su liderazgo y empatía, fomentó un espíritu de colaboración entre sus vecinos, ayudando a establecer lazos más fuertes en tiempos de necesidad. Muchos no lograban hacerle caso, ya fuera porque era una mujer o porque no era más que una pueblerina con vastos deseos de poder. Sueños falsos, y llena de promesas rotas.

No obstante, en medio de la guerra y la escasez, la vida de Elizabeth se convirtió en un símbolo de esperanza; al menos para algunos, aunque fueran solo unos pocos. 

𝑇𝑜𝑑𝑜 𝑃𝑜𝑟 𝐸́𝑙 | Hiccelsɑ 𓄼Donde viven las historias. Descúbrelo ahora