Capítulo 1: El Silencio del Valle

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No había lágrimas que derramar. No había tiempo para el duelo. Las montañas lo habían dejado exhausto, pero sabía que no podía detenerse. El viento aún era cruel, pero más abajo en el valle, Naqan comenzó a sentir una ligera calidez. No era mucho, pero era suficiente para recordarle que estaba vivo, que aún había esperanza. El valle al que descendió era vasto y desconocido. Desde las alturas de la montaña, parecía vacío, pero a medida que Naqan avanzaba, comenzó a notar señales de vida. Huellas en la tierra seca, rastros de animales pequeños, quizás roedores o aves que buscaban refugio en las rocas. Era un paisaje desolador, pero al menos no estaba completamente muerto.
Aquí, en este lugar inhóspito, Naqan tenía la oportunidad de sobrevivir. Cada paso que daba en ese terreno desconocido era un desafío. El frío persistente aún le mordía la piel, pero ya no había nieve que cubrirlo todo. A lo lejos, Naqan vio las colinas que se alzaban como sombras difusas en el horizonte, y más allá, la promesa de un bosque. Su instinto le decía que debía moverse hacia ese lugar; algo le decía que ahí encontraría refugio, agua, quizás hasta caza.
Pero la travesía no sería fácil. Su estómago rugía de hambre. No había comido más que raíces y unos pocos insectos desde hacía días. El agua que encontraba en los pequeños arroyos era helada, pero su sabor fresco lo mantenía en marcha. En su mano aún conservaba la lanza que había fabricado, su única arma contra las amenazas del valle. Sabía que los depredadores también bajarían a cazar aquí. Las huellas de los leones aún estaban frescas en su memoria. La primera noche que Naqan pasó en el valle, encendió un pequeño fuego, utilizando ramas secas que encontró dispersas entre las rocas. El crepitar de las llamas le devolvió una mínima sensación de seguridad. Por primera vez en días, cerró los ojos y permitió que el agotamiento lo venciera.
Dormir era un lujo que no se había permitido desde la tormenta en las montañas. Cuando despertó al día siguiente, el sol asomaba entre las nubes grises. El cielo parecía abrirse un poco, dejando entrever que el invierno no era tan implacable como en las cumbres. Naqan recogió sus pertenencias, revisó su lanza, y se puso en marcha una vez más. El bosque aún estaba lejos, pero cada paso lo acercaba a su objetivo. No tenía otro propósito más que sobrevivir. Pero, en el fondo de su corazón, algo más profundo lo impulsaba a seguir. Sabía que, de alguna manera, si llegaba a ese bosque, encontraría algo más que comida o refugio. Quizás encontraría un nuevo comienzo, una razón para seguir adelante en un mundo que parecía dispuesto a tragarse a los débiles. Naqan no era débil. Y aunque todo su grupo había caído, él seguía en pie. Y eso, pensó mientras caminaba hacia el horizonte, era suficiente por ahora.
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Naqan despertó. A su alrededor, el paisaje gris del valle se extendía como una herida abierta. El fuego que había encendido la noche anterior aún ardía débilmente, lanzando pequeñas brasas al aire frío de la mañana. Lo primero que sintió fue el hambre. Era una sensación que le acompañaba desde hacía días, una punzada persistente en su estómago que le recordaba su vulnerabilidad. Se puso en pie lentamente, estirando sus músculos adoloridos. Sabía que no podía quedarse allí. El fuego había sido su único refugio, pero también lo había mantenido despierto, vigilante, temeroso de lo que la oscuridad podría traer. Había soñado con los lobos que los habían acechado en las montañas, con los ojos brillantes que aparecían entre las sombras, esperando el momento de atacar. Pero eso ya había quedado atrás. Aquí, en el valle, estaba solo. No había lobos, ni compañeros, solo él y el viento frío que soplaba entre las rocas.
El lugar al que había llegado parecía una tierra suspendida en el tiempo. Las colinas que se extendían al este estaban cubiertas de arbustos bajos y secos, y más allá de ellas, podía ver la línea borrosa de lo que probablemente eran árboles. Ese sería su próximo destino, pero no hoy. Hoy necesitaba adaptarse. Necesitaba aprender a sobrevivir aquí, antes de aventurarse más lejos. Naqan tomó su lanza y comenzó a caminar lentamente por el perímetro de su pequeño campamento improvisado. Buscar comida sería su prioridad. Se agachó para examinar el suelo seco, buscando signos de vida. No esperaba encontrar mucho: las hierbas eran escasas, y las piedras estaban frías al tacto. Pero necesitaba algo, cualquier cosa, para llenar su estómago. Mientras avanzaba, sus pensamientos regresaron, como siempre lo hacían, a los días que habían quedado atrás. A Mira, a Taarok, a Varek. Recordó cómo cada uno había caído, cómo el grupo que una vez había sido su familia y su sustento se desmoronó bajo el peso del frío y el hambre. El dolor de sus pérdidas aún estaba fresco, como una herida que nunca terminaba de sanar. Pero aquí, en estas tierras nuevas y desconocidas, ese dolor debía quedar atrás.
Sobrevivir era lo único que importaba ahora. Tras un par de horas de búsqueda, Naqan encontró un grupo de rocas que formaban una pequeña hondonada. Allí, en las sombras, vio algo que llamó su atención. Una pequeña planta, verde y resistente crecía entre las grietas. No era mucho, pero sus raíces eran gruesas, lo suficientemente grandes para proporcionarle un bocado de sustancia. Con las manos temblorosas, desenterró la planta y la examinó. No era algo que hubiera comido antes, pero en estos tiempos, no podía permitirse ser selectivo. Se llevó una porción de la raíz a la boca y la mordió lentamente, sintiendo el sabor terroso en su lengua. El agua también era un problema. El arroyo que había encontrado el día anterior era su única fuente, pero estaba más lejos de lo que quería recordar. Cargar agua sería un desafío constante, uno más que debía aprender a superar. Al menos por ahora, su cuerpo podía resistir la deshidratación, pero no por mucho tiempo.
Mientras consideraba la posibilidad de moverse más cerca del arroyo, el viento trajo consigo un olor familiar: carne en descomposición. El olor lo hizo fruncir el ceño. Sabía que algo debía haber muerto cerca. El cuerpo de un animal, posiblemente. Naqan sabía que, si encontraba los restos, podría aprovechar lo que quedara de carne, aunque tuviera que pelear contra los carroñeros para conseguirlo. La muerte de otro ser viviente, por repulsiva que fuera, podía ser su oportunidad de sobrevivir un día más. Siguió el olor a lo largo de una suave pendiente hasta que encontró lo que buscaba: el cuerpo de un ciervo pequeño, apenas reconocible, estaba tendido junto a un arbusto seco. Su carne estaba parcialmente devorada, probablemente por un depredador nocturno. Naqan se arrodilló junto al cadáver, examinando lo que quedaba. Sabía que no podía quedarse mucho tiempo; los carroñeros volverían, pero no iba a desperdiciar la oportunidad. Con manos rápidas y expertas, comenzó a cortar lo que quedaba de carne en el cuerpo del animal. Era poca, pero suficiente para alimentarse durante el día.
Mientras trabajaba, mantuvo los ojos y los oídos atentos, alerta a cualquier movimiento en los alrededores. Sabía que este lugar aún albergaba peligros, aunque no pudiera verlos en ese momento. Una vez que terminó, se alejó del cuerpo, llevándose la carne consigo. Al regresar a su campamento, la cocinó con cuidado sobre el fuego que había reavivado. El aroma de la carne cocinándose lo hizo cerrar los ojos por un momento, disfrutando del pequeño placer que proporcionaba. Este era el ciclo en el que vivía ahora: encontrar comida, mantenerse a salvo, y esperar el próximo día.
Las noches en el valle eran especialmente silenciosas. No había el bullicio de la vida nocturna que había conocido en las montañas, donde los animales cazaban bajo la luna y las estrellas. Aquí, solo el viento rompía el silencio, moviendo las ramas secas de los pocos árboles que alcanzaba a ver desde su refugio. A veces, el silencio le parecía peor que cualquier ruido. La soledad era algo a lo que no estaba acostumbrado. En el pasado, siempre había tenido a alguien a su lado, ya fuera para cazar o simplemente para compartir historias alrededor del fuego. Pero ahora no había nadie. Y eso lo hacía vulnerable. Cada sonido que rompía el silencio lo hacía saltar, sus ojos escudriñando la oscuridad en busca de amenazas invisibles. Sabía que no estaba solo en este lugar, aunque aún no había visto señales de depredadores cercanos. Sin embargo, la sensación de estar siendo observado nunca lo abandonaba.
Las sombras parecían moverse con su propia vida, y Naqan no podía evitar sentir que algo lo estaba siguiendo. Una noche, mientras intentaba dormir, se despertó de golpe con un sonido lejano. Era algo distinto al viento. Un aullido, largo y profundo, resonó en la distancia. No eran lobos. Este sonido era más bajo, más grave. Naqan se incorporó lentamente, agarrando su lanza mientras miraba a su alrededor. El aullido se repitió, pero esta vez más cerca. Naqan respiró hondo, intentando calmar el latido acelerado de su corazón. Sabía que, si lo que estaba cerca era lo que temía, enfrentarse a él solo sería suicida. Pero no podía quedarse quieto, esperando a ser atrapado. Lentamente, comenzó a mover su campamento más hacia las rocas, donde podría tener una mejor vista de los alrededores. El fuego pequeño seguía ardiendo, pero ya no le ofrecía la misma seguridad que antes.
A lo lejos, el aullido se repitió una vez más, antes de desvanecerse en el viento. A la mañana siguiente, el cielo estaba despejado, y Naqan decidió que era hora de moverse. Sabía que quedarse en el mismo lugar por mucho tiempo era peligroso. Había que seguir adelante, encontrar un lugar mejor. El bosque al que había visto en la distancia seguía siendo su objetivo, pero no podía apresurarse. El valle era amplio, y cada paso hacia adelante lo alejaba más de las montañas que alguna vez habían sido su hogar. Mientras recogía sus pocas pertenencias, sus pensamientos vagaron hacia lo que vendría después. No sabía qué encontraría en esas tierras, pero una cosa estaba clara: debía seguir luchando. Cada día que sobrevivía era una victoria en sí misma, y cada paso que daba lo acercaba más a la posibilidad de encontrar algo mejor.
El valle no le había dado muchas señales de vida hasta ahora, pero Naqan sabía que tarde o temprano, se encontraría con otros seres, humanos o animales, y debía estar preparado. La caza, la búsqueda de refugio y la exploración serían sus prioridades durante los próximos días. El bosque sería su próxima meta, pero no antes de que conociera mejor el terreno que lo rodeaba. Naqan no estaba dispuesto a sucumbir. El frío no lo vencería, ni la soledad. Aún recordaba las enseñanzas de su padre: "El hombre que sigue adelante es el que sobrevive". Y Naqan, con su lanza en la mano, estaba decidido a seguir adelante, El día apenas comenzaba, pero el cansancio acumulado lo pesaba como una roca en sus hombros. Los pensamientos de lo que había dejado atrás y las duras realidades que había enfrentado desde que comenzó su travesía a través de las montañas seguían agolpándose en su mente, pero aquí, en el valle, su única preocupación inmediata era encontrar un refugio más seguro y mejor fuente de alimento.
El aire en el valle estaba cargado de un silencio inquietante, interrumpido solo por los susurros del viento. Naqan se movía con cautela, sin apresurarse. Los animales habían vuelto a aullar la noche anterior, y sabía que seguirían cerca. Aún no los había visto, pero sus aullidos resonaban en su mente como un recordatorio constante de que no podía permitirse bajar la guardia. Cualquier error podría ser el último. El bosque aún se veía distante en el horizonte, un cúmulo oscuro de árboles bajos y delgados que apenas ofrecían una promesa de refugio. Sin embargo, era su única esperanza de sobrevivir de manera más estable en estas tierras que, aunque menos frías que las montañas, no dejaban de ser hostiles.
Mientras caminaba, un crujido bajo sus pies lo hizo detenerse. Al bajar la mirada, vio que había pisado un hueso. Un hueso seco y quebradizo, probablemente de un animal pequeño que había sucumbido al frío o a algún depredador. Naqan lo examinó con cuidado. Las marcas de mordidas estaban claras en su superficie. Esto no era obra de un animal pequeño. Sabía que algo grande, tal vez un león o un oso, había devorado a la criatura. Este hallazgo solo reforzaba su urgencia de seguir moviéndose. El hambre volvía a golpearlo con fuerza. La carne que había recolectado del ciervo el día anterior ya era un recuerdo distante, y su estómago rugía, demandando más sustento. Pero, por ahora, tendría que ignorarlo. Tenía que llegar al bosque antes de que la oscuridad cayera de nuevo. No podía permitirse otra noche en campo abierto, no con los lobos tan cerca. Con paso firme, continuó su marcha hacia el este, observando cada roca, cada arbusto seco en busca de algo que pudiera cazar o recolectar. Pero el valle parecía estar casi vacío.
La vida era esquiva aquí, como si el mismo aire hubiera disuadido a los seres vivos de prosperar. Todo parecía desmoronarse bajo la presión del frío y la falta de recursos. A medida que el día avanzaba, Naqan comenzó a notar una leve inclinación en el terreno. El suelo se volvía más blando bajo sus pies, una señal de que estaba acercándose a una fuente de agua. Aunque el arroyo al que se había acercado días atrás estaba más al norte, en esta nueva parte del valle quizás hubiera otro. El agua era esencial, tanto para él como para los animales. Si encontraba una corriente nueva, podría ser una fuente de vida para cazar. Sus sospechas se confirmaron cuando vio una pequeña corriente de agua correr entre las rocas. Era un arroyo modesto, pero suficiente para beber y llenar su cuenco de cuero.
Se arrodilló junto a la corriente, sintiendo el agua fría en sus manos mientras bebía. El sabor era refrescante, y por un momento, olvidó su cansancio y hambre. El agua calmó su mente, pero solo por unos minutos. Sabía que debía continuar. Cruzó el arroyo y siguió adelante, sus ojos siempre buscando algo que pudiera servir como refugio temporal. El sol estaba alto en el cielo, pero la sensación de peligro nunca lo abandonaba. Cada sonido, cada susurro del viento, lo hacía mirar a su alrededor, esperando ver alguna señal de lo que lo acechaba. Pero hasta ahora, no había visto nada más que los restos dejados por eso. Mientras caminaba por un pequeño desnivel, Naqan divisó algo inusual a lo lejos: una estructura rocosa natural. No era una cueva, pero ofrecía suficiente protección para pasar la noche sin estar completamente expuesto. Se acercó con cautela, examinando las sombras entre las rocas para asegurarse de que no hubiera ninguna criatura escondida. Todo parecía tranquilo, por lo que decidió establecer su nuevo campamento allí por el momento.
Recogió algunas ramas secas y hojas para reavivar su fuego. Aunque sabía que el humo podía atraer a depredadores, el frío de la noche era demasiado intenso para resistirlo sin alguna fuente de calor. Además, el fuego era su única compañía en estas tierras desoladas. Mientras el fuego crepitaba, Naqan se sentó junto a él, envolviéndose en su capa y observando el crepitar de las llamas. Sus pensamientos volvieron a su gente, a los días antes de que el viaje hacia las montañas comenzara. Recordaba las historias de su abuelo, de tiempos cuando los cazadores no solo luchaban por sobrevivir, sino que también vivían con honor, celebrando las grandes cacerías y compartiendo sus victorias con sus familias. En su tribu, la caza era sagrada. Cada animal cazado era un regalo de la naturaleza, y nada se desperdiciaba. Pero esos tiempos habían quedado atrás. Ahora, sobrevivir era lo único que importaba.
El crepitar del fuego era hipnótico, y por un momento, Naqan cerró los ojos, dejándose llevar por la cálida luz de las llamas. No tenía miedo de dormir. Sabía que no podía permitirse soñar demasiado, pero también sabía que el descanso era necesario si quería tener fuerzas para enfrentar lo que viniera. La noche cayó rápidamente, envolviendo el valle en su manto de oscuridad. El viento silbaba entre las rocas, pero el fuego de Naqan ardía brillante y cálido, proporcionando una mínima sensación de seguridad. Se acomodó lo mejor que pudo en su pequeño refugio de piedra, con la lanza cerca de su mano, siempre preparado para lo inesperado. Mientras el sueño comenzaba a envolverlo, un sonido lo despertó de golpe. No era el viento esta vez. Era algo más. Algo más cerca.
Naqan abrió los ojos de inmediato, sus sentidos aguzados. El sonido se repitió, un crujido bajo, como si algo pesado hubiera pisado una rama seca. El peligro estaba cerca. Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero su mente permaneció clara. Sabía que debía mantener la calma si quería sobrevivir. Tomó su lanza lentamente, levantándose sin hacer ruido. El fuego todavía ardía, pero sus llamas ya no iluminaban tanto como antes. Se movió hacia la entrada de su refugio improvisado, sus ojos escudriñando la oscuridad en busca del origen del sonido. Y entonces lo vio. Una sombra grande y oscura se movía a lo lejos, entre las rocas. Era demasiado grande para ser un lobo, y su andar era más silencioso, más letal. Naqan apretó su lanza con fuerza, sabiendo que el enfrentamiento con esta bestia sería inevitable si decidía acercarse. Las marcas que había visto antes en los huesos cobraban sentido. Un león americano rondaba la zona, un cazador solitario en busca de comida. El fuego era su única defensa inmediata. Sabía que los animales temían el fuego, al menos temporalmente. Arrojó una rama al fuego, avivando las llamas, y se preparó para lo peor. Si el león decidía acercarse, tendría que defenderse, aunque sabía que sus posibilidades eran mínimas. El tiempo pareció detenerse mientras Naqan y la bestia se observaban desde la distancia. El león no avanzó, pero tampoco retrocedió. Permaneció en su lugar, moviéndose lentamente de un lado a otro, evaluando la situación. Naqan mantuvo su postura firme, su lanza lista, su respiración controlada. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la sombra del león comenzó a retroceder lentamente, hasta que desapareció entre las rocas.
Naqan no se relajó hasta que estuvo completamente seguro de que la bestia se había ido. El peligro había pasado, por ahora. Naqan regresó a su campamento, alimentando el fuego un poco más para asegurarse de que no se apagase durante la noche. Había sobrevivido otro día en el valle, pero sabía que la lucha estaba lejos de terminar. Las bestias seguirían rondando, y el hambre seguiría siendo su mayor enemigo. Sin embargo, en ese momento, sentado junto al fuego bajo el cielo nocturno, Naqan permitió que una pequeña chispa de esperanza se encendiera en su corazón. Estaba vivo, y mientras respirara, no dejaría que este mundo lo venciera. Seguía adelante, un paso a la vez, en la vasta y desolada tierra que ahora era su hogar temporal.
Naqan se mantuvo sentado junto al fuego, vigilando el horizonte que lentamente se teñía con las primeras luces del amanecer. El encuentro con el león la noche anterior había sido un recordatorio brutal de lo cerca que siempre estaba el peligro, incluso en los momentos de aparente calma. Aún con la amenaza de depredadores rondando, Naqan sabía que no podía detenerse. Quedarse quieto significaba morir, y no tenía intención de rendirse. El fuego seguía ardiendo débilmente, pero las ramas secas se consumían rápidamente. Necesitaba encontrar más combustible, pero no podía arriesgarse a alejarse demasiado de su refugio improvisado. Sabía que los leones americanos, a pesar de ser cazadores solitarios, podrían regresar en cualquier momento. El día sería largo, pero su cuerpo ya estaba acostumbrado a las exigencias de la supervivencia. Había aprendido a soportar el dolor del hambre, el frío constante y la tensión de saberse solo en un mundo hostil.
El primer paso del día fue examinar sus alrededores con mayor cuidado. A medida que el sol ascendía, la luz revelaba los detalles que antes la oscuridad ocultaba. Las rocas, que antes parecían uniformes y sin vida, ahora mostraban pequeñas fisuras donde podrían crecer plantas. Naqan notó que algunas de estas grietas albergaban musgo y líquenes, insignificantes para muchos, pero en esta situación, representaban potencialmente un recurso. Comenzó su exploración más allá de la pequeña corriente que había descubierto el día anterior. Sabía que las fuentes de agua atraían vida, no solo en forma de animales, sino también plantas que podían ser útiles. Mientras recogía un poco más de musgo para cubrir su ropa y hacerla más cálida, un sonido interrumpió sus pensamientos. No era el rugido de un león ni el aullido de un lobo, sino un sonido más sutil. El crujido de una rama bajo sus pies le recordó lo cerca que estaba de romper el equilibrio entre cazador y cazado. Avanzó lentamente, asegurándose de no dejarse llevar por la curiosidad.
Las piedras bajo sus pies le recordaban la fragilidad de su situación, pero también le ofrecían una oportunidad para protegerse. Subir por las laderas más empinadas de las colinas podía brindarle una mejor vista del terreno, una forma de prever amenazas antes de que estuvieran demasiado cerca. A medida que el sol ascendía más alto en el cielo, Naqan comenzó a notar cambios en el paisaje que le daban pistas sobre las estaciones que habían moldeado este valle. Los árboles esparcidos y los arbustos bajos, aunque secos, contaban una historia de supervivencia en este entorno difícil. Naqan sabía que, si las plantas podían soportar tales condiciones, él también podía. Pero, además de recursos, lo que más anhelaba en este momento era un verdadero refugio. No podía depender de la improvisada estructura de roca para siempre. Con el paso del tiempo, los depredadores se harían más valientes, o simplemente, él sería sorprendido en un momento de descuido. Necesitaba una cueva o alguna estructura más robusta, algo que pudiera utilizar no solo para dormir, sino para almacenar cualquier recurso que lograra encontrar. La caza aún no era posible. Los animales que se movían por el valle eran escasos y difíciles de rastrear, y Naqan sabía que enfrentarse a un depredador más grande no era una opción viable sin la ventaja del terreno o las herramientas adecuadas.
El día siguió su curso con Naqan avanzando poco a poco, siempre manteniéndose alerta a cualquier cambio en el viento o en los sonidos del valle. Los recuerdos de su viaje a través de las montañas lo acechaban en los momentos de silencio. Las voces de sus compañeros, ahora fantasmas en su memoria, eran una constante en su mente. Cada vez que escuchaba el viento susurrar entre las rocas, pensaba en Mira y en su risa antes de que la avalancha la reclamara. O en Taarok, quien había jurado proteger al grupo, solo para ser devorado por los lobos en una noche oscura y sin luna. Naqan sabía que no podía permitirse el lujo del duelo. Las emociones, en este nuevo mundo que habitaba, eran una carga que no podía soportar. Lo único que importaba era seguir adelante, buscar una forma de sobrevivir otro día, encontrar algo de caza, o simplemente, no ser cazado.
El atardecer llegó lentamente, pintando el cielo con tonos rojos y naranjas. Naqan volvió al campamento temporal que había establecido junto a las rocas. El fuego necesitaba ser reavivado, y aunque no había conseguido grandes cantidades de carne, una pequeña porción que había conseguido lo mantendría vivo por ahora. La noche traería nuevos peligros. Naqan lo sabía. Pero mientras el fuego seguía ardiendo y el calor comenzaba a volver a su cuerpo, una pequeña sensación de esperanza surgió en su interior. Tal vez mañana sería diferente. Tal vez mañana encontraría algo más que solo sombras y ecos del pasado. Y con esa pequeña chispa de esperanza, Naqan se permitió cerrar los ojos, sabiendo que el amanecer traería nuevos desafíos, pero también una nueva oportunidad de seguir adelante.

El último del clan. Un mito perdido de la era de hielo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora