Capítulo 1. Hogar, dulce hogar

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Tanto la penetrante luz del sol cómo el irritable canto del gallo hacían al pequeño de la familia saltar de su cama y revolcarse alborotado en la mía. Aún dormido, le quitaba la manta de la cara y sus pequeños ojos azulados brillaban mientras exclamaba "- Soy Ñam, buenas noches!-"


Cómo cada mañana, ya siendo habitual, lo cogía de la cintura, lo ponía sobre mis hombros y le repetía una y otra vez que se llamaba Sam, no "Ñam", y que cuándo uno despertaba después de una buena noche se decía "Buenos días", las buenas noches eran al meterse en la cama después de un duro día de trabajo y juego.


Compartir habitación con un pequeño demonio no era tan malo. Lo pensaba tan sólo cuándo abríamos la polvorienta ventana y el desolador paisaje inundaba mi vista. Prácticamente campo, campo, y campo. Ninguna señal de vida en kilómetros de distancia, tan sólo las viejas casuchas que, junto a la nuestra, formaban un círculo alrededor de quizá la plazoleta más humilde que se pudiera imaginar. Pero todo eso desaparecía en cuanto me daba la vuelta y analizaba el desastroso cuchitril en el que había crecido y madurado. Ahora, cómo por arte de magia o una simple creación de aquel famoso pintor francés, Manet o Monut dijo mamá cuándo se presentó por casualidad en la aldea, era una combinación escalofriante de la madurez y sensatez de un medio hombre de 17 años y la propia fantasía de un crío de apenas dos años. Peluches entre calzoncillos sudados, un carro de madera lleno de balones de rugby y un armario empotrado completamente cubierto por pañales hacían de mi habitación una guardería.


Aún no entendía porqué tenía que seguir viviendo ahí. Por qué debía comportarme cómo un chico de 17 años, sin tener un ambiente propio de un chico de 17 años. Algo sabía. Sabía que eramos diferentes, todos y cada uno de los aldeanos del pequeño pueblo. No era idiota, y crear así de primeras un pueblo en medio del bosque, no recibir apenas una visita de nadie, ni saber nada del exterior, era un poco extraño. Varias veces había intentado escapar, dejar atrás todos los problemas, coger el camino del bosque y vagar durante días y días para adentrarme en lo desconocido. Soñaba con la civilización. Pero no podía, era algo inalcanzable para mis manos, mis ojos, mi piel,mi cuerpo y mi mente. Todas las veces que me adentraba en el grandioso bosque que rodeaba la aldea, tanto por el norte como por el sur, llegaba a la dichosa aldea. Era obra de un conjuro mágico,pensaba todos los días. Vivía atrapado en una cúpula de cristal,sin salida ni entrada alguna.



Levantarse antes que los demás era lo mejor de vivir aquí. La sensación que se sentía al bajar los escalones de medio en medio, agarrado a la barandilla y casi temblando, pasar por el salón de puntillas y abrir la puerta con sigilo, cerrándola tras nosotros y salir corriendo hacía el campo era lo mejor de las mañanas.


Nos gustaba correr sobre los prados verdes, mancharnos de barro mugriento y darnos un buen baño matinal en las heladas aguas del río cerca de la aldea. Pero ese día no hicimos eso. Bajamos las escaleras sigilosamente intentando no hacer ruido, pero, cómo si nos esperasen en la puerta, nuestros padres estaban ahí, derechos y casi sin parpadear, bloqueando la puerta.

-Lance, tenemos que hablar.

No eran los típicos adultos que imaginas cuándo describes el entorno en el que vivimos.Al contrario, eran altos y fuertes. Mi madre conservaba una melena rubia, y mi padre aparentaba veinte años menos de los que en realidad tenía. Eran muy diferentes, siempre había tenido esas dos fuentes de conocimiento y de enseñanza totalmente distintas, pero cuándo se trataba de algo serio, se compenetraban más que uno sólo.

IncandescenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora