XII. Recetas quemadas

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Fushiguro se apresuró a sacar las galletas del horno apenas escuchó el temporizador llegar a su fin. Aun así, las figuras de animalitos que había preparado parecían más a trozos de carbón que a galletas. ¿Por qué, de todas las recetas que Itadori le había enseñado, hornear galletas nunca le salía como quería?

«Ni hablar, tendré que comprar las galletas», pensó, resignado.

Miró el reloj de la cocina de los dormitorios con preocupación. El tiempo se le agotaba. Faltaba media hora para el mediodía. Itadori llegaría en cualquier momento de su viaje de tres semanas con Yuta en el extranjero, y él no tenía listo su regalo de San Valentín. Aunque no era costumbre que los hombres regalaran chocolates o galletas ese día, Fushiguro pensó que sería apropiado darle un presente a su novio. Claro, si no hubiera quemado las galletas con forma de perritos y conejos.

Frustrado, pero no derrotado, dejó las galletas quemadas en la barra junto al horno, se quitó los guantes y el delantal de cocina que le había prestado Panda, y se dispuso a buscar una tienda que aún tuviera galletas y chocolates a la venta. Pero la suerte no estaba de su lado ese día, y cuando estaba a punto de salir de la cocina, la persona que menos quería ver en ese momento —no porque le desagradara— apareció justo frente a él.

—¡¿Qué haces aquí?! Aún no son las doce —exclamó y, alarmado, volvió a mirar el reloj, como si se hubiera equivocado o el tiempo hubiera pasado demasiado rápido en los últimos treinta minutos sin que se diera cuenta. Pero no, aún faltaban veintiocho minutos para el mediodía.

—El vuelo de regreso se adelantó —explicó Itadori sonriente; todavía cargaba con su mochila de viaje en el hombro. Luego, su expresión alegre se desdibujó, frunciendo el ceño mientras sus labios formaban un puchero decaído—. ¿No estás feliz de verme?

—No es eso... —Incómodo, Fushiguro miró de reojo la bandeja de galletas quemadas.

—¿Qué pasa? —Itadori siguió la mirada de su novio—. Oh, ¿preparaste algo? Ya decía yo que olía a mantequilla y chocolate. —En un parpadeo esquivó a un confundido Fushiguro y tomó una de las galletas carbonizadas para probarla—. ¿Qué son?

—No, espera... —intentó detenerlo, pero Itadori ya había mordido la galleta crujiente y seca—. ¿Qué haces? ¡Escúpelo ya!

En un acto rápido, Fushiguro acercó el bote de basura justo a tiempo para que Itadori pudiera escupir la galleta antes de tragársela.

—No lo tomes a mal, Megumi, pero creo que se te quemaron un poco —dijo Itadori, sintiendo un escalofrío por el sabor peculiar. Sabía a madera quemada, o tal vez a tierra seca, con una pizca de chocolate—. ¿Qué eran?

—Eran galletas —suspiró Fushiguro, abatido—. Las preparé para ti —confesó, mientras el rostro de Itadori, que hasta hace unos segundos parecía moribundo, recuperaba su brillo entusiasmado—. Lo siento. Eran tu regalo de San Valentín y lo arruiné.

Mientras Fushiguro tiraba las galletas quemadas una a una a la basura, la sonrisa de Itadori crecía silenciosa. Sus mejillas se sonrojaron, y resaltaron unas cuantas migas de galleta quemada que se quedaron en los hoyuelos junto a sus labios.

—En ese caso, gracias por el regalo.

—No me des las gracias. ¿No ves que lo arruiné? —protestó Fushiguro, frunciendo el ceño, creyendo que Itadori se estaba burlando.

Itadori rio suavemente, y Fushiguro lo miró con incredulidad.

—No importa, aun así me gustaron —respondió con dulzura. Había tanto cariño en su mirada que Fushiguro no pudo dudar de su sinceridad. Itadori siempre era sincero y genuino—. ¡Ah, es cierto!

De pronto, Itadori se apresuró a buscar algo en su mochila bajo la atenta y confundida mirada de su novio. Tardó un par de minutos rebuscando entre las bolsas y cada compartimiento que tenía su mochila; incluso se preocupó un poco cuando tuvo que sacar todo su ligero equipaje y aquello que buscaba no aparecía por ningún lado, pero por suerte, al final lo halló.

—Feliz San Valentín —canturreó sonriente, extendiendo una pequeña cajita hacia su novio—. No son hechas a mano, pero pensé que te gustarían. Son bombones de chocolate amargo y café.

«Qué peculiar sabor... ¿dónde los habrá conseguido?», pensó Fushiguro. Aun así, eran perfectos, porque eran sus favoritos. Mucho mejor que las galletas quemadas que él había preparado. Enternecido, tomó la caja de chocolates y dio las gracias.

—Gracias. Te lo devolveré en el Día Blanco. Esta vez no quemaré nada —declaró, decidido.

—Lo esperaré ansioso —respondió Itadori, sonriendo.

—Lo esperaré ansioso —respondió Itadori, sonriendo

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Pedacitos de una historia de amor • ItaFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora