Episodio tres.

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Las horas siguientes fueron una tortura.

Mi abuelo llorando por cada rincón de la casa.

Mi padre maldiciendo cualquier cosa que se le cruzara.

Y mamá con la presión baja sentada en una silla.

Los demás se encontraban atónitos. Nadie decía nada. El silencio en la casa reinó como jamás lo había hecho y solo se escuchaban los sollozos del abuelo.

Cada uno metido en su cabeza y compartiendo sus propios pensamientos internos; era devastador.

Algo devastador de lo cual no quería hablar.

Me levanté de mi lugar para avisar que la comida iba a enfriarse y me senté en la mesa aún en silencio, sin emitir ningún sonido.

Solo me quedaba un día para vivir antes de la guerra.

Y no tenía idea de como utilizarlo.

  
✈ 

—¿Qué te hiciste? —la voz de mi abuela sonó asustada. Amagó a tocar mi, ahora, corto cabello, pero no lo hizo. Solo se quedó mirándome atónita.

—Necesito estar cómoda. —avisé.

—¿Cortándote así el pelo? —exclamó, se la notaba más que molesta. Había dejado de hacer lo que estaba haciendo solo para acercarse a mí y juzgar mi decisión.

Fue cuestión de segundos para que mamá también entrara a la habitación.

—Ay, Dios mío —se paró junto a mi abuela. Ambas compartieron la misma mirada de espanto—. ¿Qué pasó?

Agotada, me levanté de mi lugar. No quería dar explicaciones, ni siquiera quería charlar sobre lo que iba a suceder.

Mi hermano, Eliel, dejó el escobillón a un lado y decidió hablar por mí.

—Creemos que es mejor eso antes que tener el pelo tan largo como siempre lo tuvo.

—¡Pero te llegaba a la cintura, Verena! —volvió a quejarse la mujer de adelantada edad.

—Pero con el pelo así de corto va a ser mucho más cómodo que tenerlo largo, abue.

El menor se sentó en mi cama, mirándome. Sus ojos estaban oscuros, habían perdido ese aire de niñez hacía tiempo. Ya era un joven de dieciséis años, pero el tiempo nos había acompañado de una manera tan extraña que no notamos el segundo en el que eso pasó.

Mi mirada se dirigió al pelo que estaba en el suelo. Había decidido cortarme el cabello, ni siquiera me llegaba a los hombros. —Pareces un hombre —. Disgustó mi abuela, mis cejas se unieron con poca amabilidad.

Mi hermano soltó una carcajada, ganándose una mala mirada de mi madre, quien aún se tocaba el estómago como si estuviera a punto de vomitar.

—Sí, se parece a un hombre —repitió—. Pero de los dos el más lindo sigo siendo yo.

Los ojos de mi abuela amenazaron con llorar y ella salió a paso apresurado de la habitación. Mi madre me dirigió una mirada llena de mil sentimientos que decidió callar, y siguió el camino de la mayor. 

Guerra de dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora