El tiempo siguió su curso, y la conexión entre Giyuu y Mitsuri se fue profundizando de manera silenciosa. Ninguno de los dos expresaba abiertamente lo que sentían, pero ambos sabían que, en la fragilidad de sus vidas como cazadores de demonios, esos momentos compartidos tenían un peso especial, casi sagrado.
Sin embargo, el destino tenía otros planes.
La batalla final contra Muzan Kibutsuji se acercaba. Los demonios estaban siendo más agresivos que nunca, y los Pilares sabían que el enfrentamiento sería decisivo. En la víspera de la batalla, Giyuu y Mitsuri se encontraron por última vez bajo los cerezos en flor. El aire estaba cargado de tensión, y aunque Mitsuri sonreía, había una sombra de preocupación en sus ojos.
-Mañana será un día difícil, ¿verdad? -dijo Mitsuri, su voz quebrándose un poco.
Giyuu asintió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Sabía lo que significaba esa batalla, lo que podría costarles. En su pecho, el miedo a perder a Mitsuri se instalaba como un peso insoportable, pero no podía permitirse pensar en ello. No ahora.
-No importa lo que pase mañana, Giyuu-san -continuó ella, acercándose un poco más-. Solo quiero que sepas que... todo este tiempo contigo ha sido muy importante para mí. Nunca había sentido esta paz, ni siquiera en medio del caos de nuestra misión.
Giyuu la miró, con los labios apretados. Quería decirle lo mismo, quería confesarle que esos momentos junto a ella habían sido los únicos en los que su corazón, siempre lleno de sombras, había encontrado un rayo de luz. Pero las palabras se le atragantaban. Sabía que si las decía en voz alta, sería más difícil dejarla ir.
En lugar de hablar, extendió su mano y la colocó suavemente sobre la de ella. Mitsuri lo miró sorprendida, pero sonrió, agradecida por ese pequeño gesto de cariño.
-Nos vemos mañana -dijo ella finalmente, aunque su voz sonaba débil. Era una promesa que ambos sabían que no podían garantizar.
La batalla fue brutal.
Muzan luchó con una furia imparable, y los cazadores de demonios, liderados por los Pilares, dieron todo lo que tenían. Mitsuri luchó con valentía, su látigo danzaba con gracia y poder, pero el enemigo era implacable. Giyuu también estaba en el frente, moviéndose como un torrente de agua, enfrentándose a los demonios sin descanso.
Pero en medio del caos, ocurrió lo inevitable. Mitsuri, herida gravemente en un ataque de Muzan, cayó al suelo. Su cuerpo no podía seguir adelante, a pesar de su determinación. Mientras yacía en el campo de batalla, sintió que su vida se escapaba lentamente. A lo lejos, pudo ver a Giyuu, luchando sin cesar, ajeno a su caída.
Con lágrimas en los ojos, Mitsuri cerró los suyos. Quería haberse despedido. Quería haberle dicho lo que no había podido la noche anterior: que lo amaba, que en medio de la oscuridad había encontrado la luz en él.
Giyuu, al darse cuenta de lo sucedido, se abrió paso entre la batalla, desesperado por llegar a donde Mitsuri yacía. El ruido de la guerra parecía desvanecerse, y solo podía escuchar su propio corazón martillando en sus oídos. Cuando llegó a su lado, ya era tarde. Mitsuri respiraba con dificultad, pero su mirada seguía siendo dulce, a pesar del dolor.
-Giyuu... -susurró, con esfuerzo-. Lo siento... no podré... seguir contigo...
Giyuu cayó de rodillas junto a ella, apretando su mano con fuerza, sin poder contener las lágrimas que finalmente rompieron su fachada. Era la primera vez que lloraba en años. Todo lo que quería decir se agolpaba en su garganta, pero no salía nada.
-No te vayas... -murmuró al fin, su voz rota-. Por favor...
Mitsuri le dedicó una última sonrisa, con la poca fuerza que le quedaba. Con su mano temblorosa, tocó suavemente el rostro de Giyuu, limpiando una de sus lágrimas.
-Estoy feliz... de haberte conocido -susurró, antes de que su mano cayera lentamente al suelo.
Y entonces, en un suspiro, Mitsuri se fue.
Giyuu permaneció a su lado, aferrándose a su mano, con el corazón hecho pedazos. La batalla continuaba, pero para él, el mundo se había detenido en ese instante. El Pilar del Agua, el hombre que siempre había sido fuerte y estoico, se quebró en silencio, sabiendo que jamás volvería a encontrar esa paz que solo Mitsuri le había dado.
Las flores de cerezo, empapadas en la sangre de la batalla, seguían cayendo suavemente, como si lloraran la pérdida junto a él.