Riley

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Eran las 3.00 de la mañana cuando el despertador de Riley sonó. Con un golpe lo apagó, pero a diferencia de las otras mañanas, no le costó en absoluto levantarse de la cama. Miró entusiasmada por la ventana. Aún era de noche, pero las farolas no estaban encendidas. "Qué raro. Pensaba que se quedaban toda la noche iluminando". Sin embargo, le quitó importancia, ya que nunca se levantaba a esa hora y no había visto las farolas hasta entonces. A lo mejor en su barrio las apagaban antes, o algo por el estilo.
Riley corrió a la habitación de sus padres, y se sorprendió al no encontrar a nadie allí. Escuchó una cisterna, y una sombra se impuso tras ella: su madre.
-¿Ya estás levantada? -le preguntó su madre cuando pasó por su lado con tres cepillos de dientes. -Papá está abajo, preparando el desayuno y la comida. ¿Puedes bajar y traerme ya de paso las medicinas? Están en la encimera de la cocina. -Riley respondió con un asentimiento de cabeza y media vuelta.
Bajó los escalones saltándolos de dos en dos, y se dirigió a la cocina con media sonrisa en su cara.
Engulló la tostada de mantequilla y subió de nuevo para vestirse e irse en poco tiempo.
Agarró con una mano los botes de medicinas (Ibuprofeno, Paracetamol) y volvió con su madre a la planta de arriba.
La niña corría por la casa arriba y abajo, muy emocionada por comenzar el viaje.
-¡Venga, vámonos de una vez! - exclamó su madre, solo para recordar que no había metido algo. La gorra, el cinturón, la batería externa, los bocatas... La escena se repitió innumerables veces, hasta que por fin decidieron que lo llevaban todo y salieron de la casa.
Pero entre tanta ida y venida, nadie se había dado cuenta de que la luz de la cocina, que precisamente había sido cambiada hacía unos días, parpadeaba levemente. Era algo muy superficial, pero lo suficientemente notable como para que alguien, prestando tan solo un poco de atención, se diera cuenta.

Estaban todos montados en el coche en dirección a la playa. Cogerían un crucero desde allí que los llevaría hasta Mallorca. Pasarían un par de semanas y volverían justo para el cumpleaños de Riley, el 17 de noviembre.
Llegaron al puerto a las 4.02 de la mañana.
Al contrario de lo que esperaban, había bastante gente alrededor de aquel barco, por lo que Riley agarró fuertemente la mano de su madre para no perderse en la multitud.
La razón de que el barco zarpara a aquella hora era que de día sería aún más complicado controlar quién se colaba sin entrada.
Le entregaron sus maletas a un hombre que se encontraba en la entrada del vehículo revisando las entradas. El señor las colocó, a su vez, en un carrito enorme lleno de equipajes de diferentes colores, pero, sobre todo, negros.
Entre tanta gente que accedía a la vez al crucero, Riley no se dio cuenta de que alguien había introducido la mano en su mochila y robado su osito de peluche.

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