Títeres

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Giselle miró hacia atrás. Con un movimiento casi reflejo, deslizó su mano hasta el interior de su bolsillo y palpó buscando la cartera.
La extrajo y, con algo de temor, la abrió.
Miró en su interior.
Estaba vacía. No podía ni siquiera pedir un taxi a su casa.

Con un grito de desesperación y una nueva patada al suelo, arrojó la cartera y dejó que la lluvia la pisoteara igual que había hecho con ella.

Se sentó, y apoyando sus brazos en sus rodillas, hundió la cabeza entre ellos dejando finalmente que las lágrimas rodaran por sus mejillas en camino al cuello, sólo para perderse en su vestido.

Diez minutos después, levantó la cabeza, la cual seguía dándole vueltas, y se dispuso a recoger su cartera.
Hasta que descubrió que no estaba allí.
Cerró los ojos y apretó los puños. Acto seguido, ciñó el cinturón de su abrigo a su cintura y apretó el paso bajo la tormenta. Cada vez llovía más fuerte, pero aquella no era ya la mayor de sus preocupaciones.

Se arrepintió de todo lo que había hecho, de haber cogido aquel autobús hasta la ciudad en la que su novio vivía incluso después de que su madre le advirtiera de que iba a llover.

Corrió a través del manto de agua hasta pararse bajo el techo del escaparate de una tienda.
Los dientes tiritaban en su boca mientras la chica palpaba por su móvil en el bolsillo. Apretó una vez más el botón de encender. De nuevo, el teléfono no respondió.

Desesperada, hizo el ademán de estampar el móvil contra el suelo, pero esta vez se reprimió. A lo mejor había alguna otra forma de arreglarlo en otro momento.

Sin dinero ni móvil, (no tenía tarjeta bancaria) todo lo que podía hacer era ir andando. Se ciñó la capucha y caminó con paso rápido bajo la lluvia.

Pero, incluso después de todo lo que le había pasado en aquel día no estaba ni cerca de preparada para lo que descubriría poco tiempo después.

La llave de su casa, aún en el bolsillo de su abrigo (menos mal, pensó Giselle) encajó en la cerradura y abrió con facilidad la puerta del edificio. Aunque después de lo que vio dentro la chica hubiera preferido dejarla cerrada a cal y canto.

Su madre yacía, con unos ojos sin vida mirando hacia arriba, en el suelo, con un charco rojo que la rodeaba revolviendo el estómago de la adolescente. Un nudo se formó en su garganta.

Lo siguiente que vio fue la gota que colmó el vaso y la chica se mareó.
Todo sucedió muy rápido: vio a su padre tambaleándose en la curva de la escalera, justo después de donde se tapaba la vista, con cara de angustia y horror, para después caer como un plomo y comenzar a moverse como una marioneta.
Sus extremidades se retorcían y de pronto, mientras miles de lágrimas secas recorrían el rostro del hombre, su brazo se dislocó. Lo siguiente fue la pierna, luego el cuello.
La chica apartó la mirada. No podía más con aquello.
Pero lo que ocurrió a continuación fue lo peor de todo: Giselle se volvió levantando la mano en ademán de un último adiós a su padre para ver, nada más y nada menos, que a ese títere bajando las escaleras a una velocidad sobrehumana para dejar su rostro a pocos palmos del de la chavala.

Aquellas no eran facciones humanas. En los ojos ensangrentados aún se localizaba el atisbo de una vida que quería morir ya. Giselle estaba paralizada, pero aunque con aspecto monstruoso, aquel era su padre, y ver aquel rostro, la viva imagen del sufrimiento y terror, la cara en la cabeza de un hombre que no controlaba su propio cuerpo y tenía miedo de hacer, de cualquier manera, daño a su hija, le dio suficiente adrenalina como para dirigirse a la cocina y coger un cuchillo.

Este se hundió en el pecho de su progenitor mientras que la muchacha se tiraba de rodillas en el suelo. La mirada de agradecimiento en los ojos de su padre le valió un mundo, y con el efecto de la adrenalina ya pasado, se echó a llorar sobre su difunto progenitor.

Un disparo. Eso fue lo último que escuchó. La muerte vino a recogerla y ella abrazó el cuerpo de su padre para irse con él.





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