PRÓLOGO

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—Hemos oído que su príncipe —dijo lady Hayoon— posee su propio harén. Estos esclavos serían del agrado de cualquier tradicionalista, pero le he pedido a Adrastus que prepare además algo especial: un regalo personal para el príncipe de parte del rey. Un diamante en bruto, por así decirlo.

—Su Majestad ya ha sido muy generosa —repuso el consejero Byungchul, embajador de Vere.

Comenzaron a andar por la galería de observación.Byungchul había comido unas suculentas carnes especiadas envueltas en hojas de parra y los atentos esclavos lo abanicaban mientras el consejero disfrutaba su comida tumbado. Se sentía tentado a reconocer abiertamente que aquel país de bárbaros tenía su encanto. La comida era simple y casera, pero los esclavos eran impecables: su obediencia resultaba intachable y estaban instruidos para pasar inadvertidos y anticiparse; todo lo contrario que las mascotas malcriadas de la corte de Vere.

La galería estaba decorada por dos docenas de esclavos. Todos estaban desnudos o ataviados con sedas transparentes. En el cuello, llevaban collares de oro con rubíes y tanzanitas engastados y, en las muñecas, grilletes dorados puramente ornamentales. Los esclavos se arrodillaron en señal de sumisión voluntaria. Debían de ser un presente del nuevo rey de Akielos para el regente de Vere; un regalo muy generoso. Solo el oro valía una pequeña fortuna, y los esclavos eran sin lugar a dudas de los mejores de Akielos. Byungchul ya se había reservado a uno de los esclavos de palacio para su uso personal: un joven recatado de cintura bella y fina y unos ojos oscuros enmarcados por espesas pestañas.

Cuando llegaron al final de la galería, Adrastus, el guardián de los esclavos reales, hizo una pronunciada reverencia y juntó los talones. Calzaba unas botas de cuero marrón con cordones.

—Bueno, ya hemos llegado —anunció lady Hayoon con una sonrisa. Entraron en una antecámara y Byungchul abrió los ojos como platos.

Había un esclavo, atado y vigilado por muchos guardas, diferente a cualquier otro que Byungchul hubiese visto. Tenía un físico imponente, con unos fuertes músculos, y, a diferencia de los otros esclavos de la galería, no lucía ningún abalorio. Sus ataduras eran de verdad. Tenía las muñecas anudadas a la espalda, y las piernas y el torso ceñidos por gruesas cuerdas. Sin embargo, no parecía que todas esas precauciones fueran capaces de contener la fuerza de su cuerpo. Por encima de la mordaza, sus ojos oscuros brillaban con furia, y si alguien hubiese observado detenidamente las fuertes ligaduras que lo ataban, habría advertido las profundas marcas rojas, consecuencia del forcejeo al tratar de liberarse.

A Byungchul se le aceleró el pulso, prácticamente presa del pánico. ¿Era ese el diamante en bruto? Aquel esclavo parecía más un animal salvaje; no tenía nada que ver con los veinticuatro gatitos domesticados alineados en el pasillo. Era mucho más fuerte, parecía casi imposible de contener.

Byungchul miró a Adrastus, que había quedado atrás, como si la mera presencia del esclavo lo pusiese nervioso.

—¿Todos los nuevos esclavos están atados? —preguntó Byungchul, en un intento de recuperar la compostura.

—No, solo él. Es que… —Adrastus vaciló.

—¿Qué?

—No está acostumbrado a que lo manejen —confesó Adrastus, y lanzó, incómodo, una mirada de reojo a lady Hayoon—. No está entrenado.

THE CAPTIVE PRINCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora