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Después de semanas de preparativos silenciosos, Max y Sergio finalmente tomaron el avión rumbo a su nueva vida. Escogieron un país lejano, uno donde nadie hiciera preguntas ni se preocupara por el pasado de Sergio. Max había conseguido un trabajo en un hospital privado, lo que les aseguraba un cómodo estilo de vida. Sergio, por su parte, simplemente confiaba en que lo que Max decía era lo mejor para ellos.
Al poco tiempo de instalarse en su nuevo hogar, Max organizó una boda íntima, solo para ellos dos. No había invitados ni familiares, algo que Sergio aceptó sin preguntar demasiado, convencido de que su vida siempre había sido así. Frente al mar, con el atardecer de fondo, Max tomó las manos de Sergio y le prometió amor eterno, sellando su unión en un beso lleno de promesas y secretos.
—Ahora sí somos solo tú y yo —dijo Max en voz baja, mientras los dos caminaban de vuelta hacia la casa que compartían, recién casados.
Esa noche, algo cambió. Había una sensación de cierre, como si todo lo que Max había deseado se hubiera completado al fin. Bajo las sábanas, en el silencio de la noche, se entregaron el uno al otro, como si no existiera nada más que ellos en el mundo. Sergio, sin recordar nada más allá de lo que Max le había contado, le mostró un amor puro, siguiendo lo que Max le había enseñado.
El calor de sus cuerpos y la conexión que Max había forzado a crear entre ellos culminó en una noche de pasión. Lo que Max no esperaba, sin embargo, era el fruto de esa unión. Semanas después, Sergio empezó a sentirse diferente, más cansado de lo habitual. Tras hacerse una prueba, descubrieron que estaba embarazado.
Max, a pesar de lo inusual de la situación, se sintió extasiado. Todo lo que siempre había deseado estaba ante sus ojos: un esposo perfecto, una vida ideal y ahora, un bebé que sellaría su destino juntos. Mientras observaba a Sergio acariciarse el vientre, Max no pudo evitar sonreír.
—Ahora nuestra familia estará completa —murmuró, acariciando el rostro de Sergio.
Sergio, aún con la emoción del descubrimiento, sonrió de vuelta.
—Siempre estaré contigo, Max. Lo prometo.
Max sabía que su creación, su mentira, había funcionado.
Con el paso del tiempo, la vida de Max y Sergio se fue llenando de momentos que parecían sacados de un sueño. Cuando nació su hijo, un hermoso niño con los mismos rasgos delicados de Sergio y las pecas que le salpicaban el rostro como constelaciones, Max sintió que finalmente había alcanzado lo que siempre había anhelado. Lo llamaron “Pato,” una broma interna entre los dos desde que Sergio estaba embarazado. Max, con su sentido del humor peculiar, solía decir que el niño se movía tanto como un patito en el vientre de Sergio, y el nombre quedó.
Max construyó la vida familiar que siempre había deseado. Las mañanas eran lentas y pacíficas, con el sol entrando por las ventanas mientras Pato correteaba por la casa, riendo y jugando. Las noches eran aún mejores, con los tres acurrucados en el sofá, viendo alguna película clásica que Sergio fingía disfrutar. Todo parecía estar en su lugar, todo bajo control. Pero, como en toda historia, había algo que Max no podía ver.
Después de haber manejado la situación con los policías, Max se sintió más seguro. Había pagado lo suficiente para comprar su silencio, asegurándose de que no investigaran más sobre el caso de Sergio. Sabía que no habría más preguntas incómodas ni visitas inesperadas. Todo estaba bajo control. Su vida seguía su curso normal, y Sergio permanecía ajeno a todo lo que Max había hecho para mantener esa falsa realidad.