Vol. 2 Capítulo 1: Demonio Alado
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Adán despertó con un dolor profundo en su pecho, no solo físico, sino existencial. El peso del fracaso lo aplastaba mientras sus ojos escudriñaban el terreno sucio y rojizo del Infierno. La batalla en el Hotel Hazbin contra Lucifer había sido un desastre. Charlie Morningstar, la hija de su antigua esposa Lilith, había estado en el otro lado en esa lucha, pero todo terminó en caos. Había caído, de nuevo, al pozo oscuro que era el círculo de Orgullo.
Se encontraba lejos de la ciudad Pentagrama, en las afueras de ese oscuro reino que Lucifer gobernaba con caos sin algún orden. Su cuerpo, despojado de su antiguo esplendor angelical, se sentía pesado, terrenal. La piel que una vez había brillado con la luz del cielo ahora estaba opaca, y sus alas, antes resplandecientes, se habían teñido de negro azabache. Esas alas, ahora frías y absorbentes, parecían beber la luz que tocaban, como si fueran agujeros negros devorando la luminosidad del entorno.
Con cada paso, Adán sentía el áspero suelo del Infierno bajo sus pies desnudos, mientras avanzaba a través de las callejuelas desiertas. Había robado la ropa de los pecadores recién llegados que caían desde el cielo a través del inmenso pentagrama. Esos desgraciados, caídos en el Infierno por sus pecados, apenas tenían tiempo de comprender su destino antes de que Adán los despojara de sus pertenencias. Necesitaba cubrir su desnudez, ocultar sus alas caídas y su nueva naturaleza. Ya no podía ser reconocido como el Adán de antaño.
Adán continuó su andar errante por los parajes desolados del Infierno, su mente perdida en pensamientos turbios. Cada rincón de este reino infernal le recordaba su caída, no solo de los cielos, sino de su propio ser. Una vez, él había sido la primera creación perfecta de Dios, el primero en respirar el aire del Edén. Pero esa vida, esa pureza, le parecía un eco lejano, una melodía de la que apenas recordaba las notas.
Con un gruñido gutural, maldijo el nombre de Lucifer, el traidor del cielo que había causado su caída. Desde que el arcángel había desatado su rebelión, todo había cambiado para los ángeles. El cielo había impuesto leyes estrictas: cualquier serafín o ángel sin su halo celestial en el momento de su muerte se convertiría en un ángel caído, incapaz de regresar al reino de la luz. Era un castigo que Adán jamás pensó que sufriría, pero allí estaba, atrapado en el Infierno sin su halo, sin poder abrir un portal de regreso. Y para colmo, Lucifer, con su astucia inigualable, había alterado las reglas del juego para asegurarse de que nadie que lo desafiara pudiera escapar de su destino.
Adán avanzó, cabizbajo y frustrado, mientras las sombras de las edificaciones infernales lo rodeaban, como si quisieran devorarlo. Cada paso que daba resonaba como un eco en la vasta desolación del Infierno. No había nada que le fuera familiar en ese lugar; todo estaba impregnado de la corrupción del abismo. Las torres ennegrecidas que se alzaban como dientes torcidos contra el cielo rojizo parecían temblar bajo el peso de las almas condenadas. El viento caliente soplaba polvo y cenizas a su paso, mientras continuaba maldiciendo en voz alta, esperando, quizás, que alguien —o algo— lo escuchara.
"¡Maldita sea esta suerte! ¡Maldito Lucifer, maldito Infierno!", gritó con desesperación, lanzando una patada a una roca cercana. Pero la roca, hecha de un material tan frágil y corrupto como el lugar mismo, se desmoronó en polvo negro al instante. Ese simple gesto solo aumentó su frustración. Apretó los puños, sintiendo la impotencia consumiéndolo por dentro. Había sido uno de los mejores entre los serafines, confiado en su poder y su lugar en el reino celestial. Ahora, todo se había ido, reducido a nada más que cenizas y recuerdos lejanos.