Capítulo 4 - Sombras del Dolor

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Ralkar, cuyo nombre ahora era conocido, se inclinó hacia adelante, dejando de lado por un momento su habitual actitud calculada.

Por primera vez desde que la niña había despertado, un destello de verdadera empatía cruzó su rostro. Sus ojos se suavizaron ligeramente al posarse en los suyos.

—No estás muerta —dijo con voz firme pero sin rastro de burla ni ironía—. Lo que has pasado fue... —su mirada se apartó brevemente, buscando las palabras adecuadas—, terrible, pero no has cruzado al otro lado.

La niña lo miraba, todavía confusa, procesando lentamente lo que él le decía.

Pero algo en su expresión cambió de repente. La confusión, que antes era lo único que ocupaba su rostro, fue reemplazada por el terror puro. Sus ojos se abrieron de par en par, como si un oscuro recuerdo hubiera invadido su mente, tomando posesión de cada fibra de su ser.

—Mi... padre —susurró al principio, como si la palabra misma fuera una daga atravesando su pecho—. ¿Dónde está mi padre?

Antes de que Ralkar pudiera responder, la niña, con una desesperación febril, intentó levantarse de la cama. Pero su cuerpo era demasiado débil, demasiado frágil tras el trauma que había sufrido. A medio camino, sus piernas fallaron y cayó pesadamente al suelo, incapaz de mantenerse en pie.

—¡Papá! —gritó con voz quebrada, mientras sus manos temblorosas intentaban agarrarse al suelo, arañando las viejas tablas de madera en un intento desesperado por aferrarse a algo, cualquier cosa.

Ralkar se quedó paralizado por un instante, observando cómo la niña intentaba, inútilmente, luchar contra su propia fragilidad.

Su pequeño cuerpo se estremecía, no solo por la fatiga física, sino también por el dolor abrumador que la consumía desde adentro. Los recuerdos la golpeaban como oleadas incesantes: el cuerpo de su padre, inerte, bañado en sangre, en ese frío bosque que ahora solo existía como una prisión en su mente.

—¡Prometiste! —gritaba entre sollozos con voz desgarrada por la desesperación—. ¡Prometiste no dejarme! ¡No me dejes, papá!

Cada palabra que salía de su boca era como un cuchillo que perforaba su propia alma, y cada arañazo contra el suelo era un eco del tormento que la estaba desmoronando.

Ralkar observaba, en silencio, cómo la niña se derrumbaba por completo.

Por un momento, el hombre, siempre tan firme y calculado, sintió algo extraño en su pecho: una punzada de empatía que no esperaba.

"Demasiado", pensó, observando cómo la niña se desmoronaba frente a él. "El dolor... es demasiado para ella."

Sabía que no había palabras que pudieran calmar el caos que se apoderaba de su mente. Los traumas de una vida tan joven no se curaban con promesas vacías ni con explicaciones racionales.

Ralkar cerró los ojos lentamente. La escena ante él no era nueva, no era única. Era solo otra repetición de una tragedia que había visto demasiadas veces, y cada vez, lo arrastraba de vuelta a ese rincón oscuro de su propia historia, a las heridas que él mismo no había logrado cerrar.

Viejos fantasmas danzaron ante su mente, susurrando nombres olvidados, recuerdos que había enterrado profundamente. Pero ahora, esos susurros regresaban con una nitidez brutal.

"Es lo mismo... siempre lo mismo."

Los ojos de Ralkar se abrieron, esta vez, con una compasión genuina. La sombra de su habitual ironía y cinismo quedó opacada por una melancolía sincera.

Se levantó de la silla, el sonido de sus pasos eran apenas audible sobre las tablas del suelo. Se arrodilló junto a la niña, con su figura robusta y sombría enmarcando la pequeña figura destrozada.

El Juicio de los AscendentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora