Capítulo 11 - El Precio de la Salvación

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El Bosque Nyrr'kal parecía un susurro del tiempo mismo, antiguo y misterioso, un testimonio de eras olvidadas.

Sus árboles milenarios, de cortezas grises y retorcidas, parecían seres petrificados en un tormento perpetuo, cada rama se extendía como una garra dispuesta a devorar a quienes osaran internarse en sus dominios.

La oscuridad que lo cubría era más que una simple falta de luz. En Nyrr'kal, las sombras tenían peso y, a veces, se movían por su cuenta, como si los ojos de la misma tierra observaran desde las profundidades.

Un viento frío silbaba entre los árboles, trayendo consigo murmullos ininteligibles. El suelo estaba cubierto de hojas secas y raíces expuestas que retorcían el terreno, dificultando cada paso.

Era un lugar que parecía rechazar la vida humana, un refugio para criaturas que no deberían existir.

En medio de esa noche, un grupo de cazadores se enfrentaba a la muerte misma.

Habían regresado tras un día de caza infructuosa. Sus cuerpos estaban ya exhaustos y su moral baja, cuando el ataque había comenzado.

Eran dos criaturas, similares a gigantescas pitones, pero grotescas en sus rasgos.

Serpenteaban con una rapidez que desafiaba su tamaño. Sus escamas, negras y lustrosas, parecían estar recubiertas por una especie de baba espesa, lo que les daba un brillo enfermizo bajo la luz de las antorchas temblorosas de los cazadores.

Aquellos ojos, carentes de pupilas, brillaban con un malicioso fulgor amarillo, y sus bocas, llenas de hileras de dientes afilados, no pertenecían a nada que un humano hubiera visto antes.

Cada vez que abrían sus fauces, un sonido sibilante, acompañado por un hedor a carne podrida, llenaba el aire.

Uno de los cazadores yacía a pocos metros de distancia, con su cuerpo desgarrado por las mandíbulas de una de esas bestias, mientras otro luchaba por respirar, con una herida profunda en el costado, demasiado grave como para seguir peleando.

Solo dos hombres quedaban en pie, jadeando y tambaleándose. Con rostros manchados de sangre y sudor, y músculos temblando de pura fatiga.

Habían logrado abatir a una de las criaturas, dejando su cadáver retorcido y envuelto en la hojarasca, pero la segunda seguía viva, y furiosa.

—No... no aguantaré más —dijo uno de ellos entre jadeos, mientras apretaba con fuerza el mango de su hacha, pero sus movimientos eran torpes, cada golpe era más lento que el anterior.

—Cálmate, Urven —murmuró el otro cazador, Lhorak, con la mirada fija en la bestia que se cernía sobre ellos—. Solo una queda... si conseguimos herirla en el costado, como la otra...

Pero las palabras se desvanecieron en el aire cuando la criatura se abalanzó con la velocidad de un rayo.

Urven lanzó un grito de desesperación mientras intentaba apartarse, pero sus piernas no le respondían con la rapidez necesaria. Las fauces de la bestia se abrieron, y en ese instante, Lhorak, con un grito que rasgó su garganta, levantó su lanza y la arrojó con todas sus fuerzas.

La punta de la lanza se clavó en el costado de la serpiente grotesca, provocando un chillido agudo y desgarrador.

La bestia se retorció en el aire, y su cola golpeó el suelo con tal fuerza que sacudió los árboles cercanos. A pesar de su herida, seguía avanzando, imparable, su odio palpable en cada movimiento.

—¡Vamos a morir aquí! —gritó Urven, sus ojos llenos de terror.

—¡Urven, corre! —gritó el cazador más veterano, apretando los dientes mientras sus ojos se fijaban en la criatura que avanzaba inexorable.

El Juicio de los AscendentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora