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Taehyung estaba acostumbrado al caos, tanto dentro como fuera del escenario. Para él, el desorden no era algo que temer, sino algo que abrazar, una corriente impredecible en la que podía flotar. Por eso, cuando el foco falló durante la tercera canción, no le molestó. De hecho, lo encontró casi poético. Las sombras lo envolvían, dándole la oportunidad de moverse entre ellas, de jugar con los límites de lo que los demás consideraban perfecto.

Pero Jungkook... Ah, Jungkook. Siempre tan rígido, pensó Taehyung, mientras veía de reojo cómo su compañero de banda luchaba por adaptarse a las luces que no dejaban de moverse. Sabía que Jungkook estaba irritado, y por un momento se sintió culpable, pero luego esa sensación se desvaneció. Parte de él disfrutaba de ese conflicto entre ellos. Había algo electrizante en la manera en que Jungkook intentaba controlarlo todo, mientras que Taehyung hacía lo contrario.

Se acercó a Jungkook en medio del caos, porque no podía resistirlo. El roce de su hombro contra el de él, el murmullo suave: “Relájate, lo estamos haciendo bien”. Quería ver cómo reaccionaba Jungkook. Quería ver esa chispa de rabia contenida en sus ojos, esa mezcla de frustración y confusión. Y no se decepcionó. El toque breve, casi accidental, fue suficiente para que Jungkook se tensara.

Para Taehyung, ese momento fue revelador. Se dio cuenta de que lo que más disfrutaba no era simplemente el hecho de molestar a Jungkook. No, lo que en realidad lo mantenía volviendo a estos pequeños juegos era ver las grietas en la fachada de perfección de Jungkook. Porque bajo todo ese control, había algo mucho más complejo: una vulnerabilidad que Taehyung encontraba… fascinante.

Cuando terminó el concierto, Taehyung se retiró al camerino con una sensación extraña en el pecho. Estaba satisfecho con el show, sí, pero había algo más que lo mantenía intranquilo. Mientras se quitaba las pulseras y el maquillaje, no podía dejar de pensar en Jungkook. Lo había visto en el escenario, luchando por mantener su compostura, por aferrarse a esa perfección que tanto valoraba. Y, de alguna manera, Taehyung no podía evitar sentirse culpable por disfrutar de su lucha interna.

“¿Qué fue eso allá afuera?”, la voz de Jungkook cortó sus pensamientos como un cuchillo.

Taehyung levantó la vista y vio a Jungkook mirándolo con los brazos cruzados, los ojos oscuros llenos de irritación. Una parte de él quería disculparse, decirle que no había sido su intención molestarlo tanto, pero otra parte, la más testaruda, decidió mantener el juego.

—¿A qué te refieres? —preguntó, aunque ya sabía perfectamente lo que quería decir.

Jungkook empezó a hablar de perfección, de control. Las mismas palabras de siempre. Taehyung se rió suavemente, no para burlarse, sino porque la situación le parecía casi ridícula. Jungkook estaba tan obsesionado con la idea de que todo debía salir bien, de que no podía haber fallos, que no se daba cuenta de que la música era mucho más que eso.

—Nada en la vida es perfecto —dijo, su tono suave pero firme—. Y la música menos. No puedes controlarlo todo.

Lo que siguió fue una de esas raras ocasiones en que Jungkook bajó la guardia, mostrando un destello de lo que realmente sentía. “Eso es exactamente lo que intento hacer”, había dicho, y Taehyung lo comprendió en ese momento. Jungkook no solo buscaba la perfección, la necesitaba. Era su ancla, su forma de controlar lo incontrolable. Y allí, en medio de esa tormenta de emociones, Taehyung entendió que esa necesidad de control no venía solo de la música, sino de algo más profundo, algo que Jungkook probablemente no admitía ni a sí mismo.

Por un momento, el aire entre ellos cambió. La discusión ya no era solo sobre el concierto. Era sobre ellos dos, sobre esa extraña tensión que había crecido con el tiempo, algo que ninguno de los dos había puesto en palabras, pero que ambos sentían.

La máscara del odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora