Lyanna se encontraba en el bosque, sintiendo la frescura del aire matutino en su rostro y escuchando el crujido de las hojas bajo sus pies. A su lado, Lunar, la pequeña bestia negra de ojos amarillos, la seguía con pasos ligeros. Había pasado más de un día desde que la joven se había fugado del castillo Stormride, y ahora, a medida que el sol ascendía en el cielo, Lyanna empezaba a sentir el peso de su decisión.
El hambre rugía en su estómago y el cansancio hacía que sus pasos fueran cada vez más vacilantes. Lunar, percibiendo el estado de su amiga, lanzó un gruñido bajo, como si intentara advertirle del peligro de seguir adelante sin rumbo ni provisiones. El sonido reverberó en el aire, profundo y casi paternal, sugiriendo con claridad que la mejor opción sería regresar al castillo.
Lyanna, con el rostro sucio y el cabello desordenado, negó con la cabeza. Recordaba demasiado bien las paredes frías del castillo Stormride, las miradas despectivas de su familia adoptiva y la constante vigilancia que la hacía sentir como una prisionera. No, no podía regresar. No después de haber sentido, aunque solo fuera por un breve momento, la libertad.
—¡No volveré, Lunar! ¡Prefiero morir aquí antes que regresar a ese lugar! —exclamó con determinación, aunque su voz revelaba un deje de desesperación. Lunar, con sus ojos brillantes y expresivos, la miraba con preocupación. Lyanna avanzó unos pasos más, pero pronto su fuerza la abandonó. Se tambaleó y cayó de rodillas al suelo, sus brazos temblando por el esfuerzo.
Lunar se acercó rápidamente a ella, sus movimientos eran dinámicos y ágiles. El cachorro emitió un fuerte rugido, un sonido tan potente que resonó a través del bosque, haciendo que los pájaros volaran asustados de sus perchas. Lyanna levantó la vista, con los ojos nublados por las lágrimas y el cansancio, y vio algo increíble.
Un aura dorada, como la luz del sol atrapada en la niebla, rodeó a Lunar. El aire vibró con una energía desconocida y el entorno comenzó a cambiar. Los árboles y arbustos se difuminaron y retorcieron como si fueran meros reflejos en un estanque agitado. La magia de Lunar transformó el lugar en un parpadeo. De repente, el familiar jardín del castillo Stormride se materializó a su alrededor.
Lyanna, atónita, se levantó tambaleante. Miró a su alrededor, reconociendo los setos bien cuidados y las estatuas de piedra que decoraban el jardín.
—¿Qué? ¿Qué acabas de hacer? —le preguntó a la bestia, quien le dedicó una mirada compungida.
El asombro de Lyanna pronto se transformó en frustración y enfado. Miró a Lunar con ojos furiosos, y aunque sabía que su pequeño amigo solo quería protegerla, no podía evitar sentirse traicionada.
—¡No sé cómo lo has hecho, pero no debiste traerme de vuelta! —gritó con desesperación. Su voz resonó en la quietud del jardín. Lunar gruñó, pareciendo indicarle que no había sido adrede.
—Espera, ¿no controlas tu poder? —susurró—. ¿Qué eres, Lunar?
Lunar la miró con sus ojos amarillos, llenos de una sabiduría que parecía superar su corta vida. Se acercó a ella, frotando su cabeza contra su mano en un gesto de consuelo. Aunque no podía hablar, sus ojos decían todo lo que necesitaba saber. Lunar sabía que el bosque, aunque libre, no era un lugar seguro para una niña sola y cansada.
Lyanna se dejó caer en el suelo del jardín, sintiendo la suave hierba bajo sus manos. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras luchaba contra la realidad que la rodeaba. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de rabia, tristeza y agotamiento.
—Lunar, no entiendes... no puedes entender lo horrible que es estar aquí —susurró, su voz quebrándose. Pero el cachorro se quedó a su lado, ofreciéndole su compañía silenciosa.
En el jardín del castillo Stormride, la tranquilidad fue interrumpida por el eco de las pisadas apresuradas de los guardias.
—Oh, no, Lunar, los guardias nos habrán oído. Ellos no te pueden ver... tienes que irte —le dijo al cachorro, mientras lo apartaba con suavidad. Lunar negó con firmeza, manteniéndose al lado de la pelirroja para protegerla de cualquier amenaza, sin embargo, una aura amarilla lo rodeó repentinamente. El animal gruñó descontento mientras intentaba controlar su poder, pero pronto la magia luminosa lo engulló, haciéndolo desaparecer del lugar sin dejar rastro. Una lágrima silente descendió por la mejilla de Lyanna, mientras sus labios susurraban:
—Adiós, mi único y mejor amigo...
Pronto, los hombres llegaron a la posición de Lyanna con rapidez. Sus rostros estaban marcados por la irritación y la preocupación, y no mostraron ninguna delicadeza al levantar a la niña del suelo. La atraparon con brusquedad, sus manos firmes alrededor de sus brazos mientras la regañaban por haberse escapado. Los reproches eran duros y severos, una mezcla de enfado y frustración por la dificultad que les había causado.
—¿Qué demonios estabas pensando, niña? ¿Cómo te atreves a desobedecer? ¡Tu castigo será duro y disciplinario! —espetó uno de los guardias mientras la arrastraban de vuelta hacia el interior del castillo.
—Esta niña necesita aprender por las malas lo que le sucederá si se le ocurre escaparse nuevamente —aseguró otro, sus ojos severos e indispuestos a mostrar benevolencia.
Lyanna, abatida y agotada, no tenía fuerzas para replicar. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas mientras se dejaba llevar, sus pensamientos aún centrados en Lunar y la breve libertad que había sentido. La esperanza de encontrar algún tipo de consuelo en su nueva amistad con el cachorro se desvanecía con cada paso que daba hacia las frías paredes del castillo.
Mientras tanto, a cientos de kilómetros de distancia, en uno de los puertos transitados del Oeste, Garath Thorne, el antiguo maestro de Lyanna, pasaba desapercibido entre la multitud, haciendo trabajos de tripulante. Su atuendo de marinero lo ocultaba de las miradas curiosas y de los posibles delatores. Garath había decidido desertar, dejar los horrores de la guerra, huyendo para iniciar una nueva vida. Gracias a sus anteriores trabajos ilícitos, la mayoría realizados para el señor Stormride, se había aprovechado de eso y ahora había conseguido la ayuda necesaria para marchar hacia tierras lejanas. Sabía bien que el castigo por su deserción sería la ejecución si lo atrapaban, así que su única esperanza era esperar a que el barco del capitán Galdor de Valmont lo llevase al sur, lejos de los cardinales.
El puerto era un hervidero de actividad, con marineros, mercaderes y viajeros moviéndose de un lado a otro. Garath, manteniéndose ocupado fingiendo labores de marinero, observaba el entorno, asegurándose que ningún imprevisto sucediera. Su corazón latía con fuerza, la adrenalina recorriendo su cuerpo mientras cada segundo se sentía como una eternidad.
De repente, una figura encapuchada se deslizó entre la multitud, despidiéndose con un gesto de algunos compañeros. Garath reconoció inmediatamente al hombre bajo la túnica: era Cassian, el bohemio, el hermano de la reina del Oeste. Cassian, conocido por su carácter hedonista y su desprecio por las obligaciones, parecía estar también huyendo, aunque sus motivos probablemente eran distintos.
Garath, envuelto entre el ajetreo del puerto, observaba atentamente al bohemio. La multitud en el muelle era una maraña de cuerpos en movimiento, y ambos hombres se escurrían entre ellos como sombras en la noche. Finalmente, Garath, empujando un barril por la plataforma del barco en dónde iba a viajar, subió a la cubierta y dejó la carga en la zona asignada para el objeto.
Por el rabillo del ojo, vió como Cassian hablaba con el capitán, Galdor de Valmont, mostrándole unas monedas de estalita. Galdor asintió discretamente con su cabeza y le indicó a unos marineros que acompañaran al bohemio hacia la bodega.
Garath se deslizó con curiosidad entre el ajetreo del barco, guiado por la necesidad de asegurarse de que su plan no había sufrido variaciones, siguiendo silenciosamente al bohemio hacia la bodega.
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Deorum consilia {fantasía medieval}
FantasíaEn un mundo donde la magia se considera casi extinta y los misterios se ocultan bajo la sombra de lo cotidiano, dos mujeres, separadas por vastos océanos, están unidas por un vínculo inexplicable que trasciende el tiempo y el espacio. Inísel Zendel...