Capítulo 3: Un Nuevo Comienzo

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Pasaron 2 semanas después del encuentro de Marta y Fina en la galería, Marta decidió que necesitaba tomar nuevos rumbos con su vida desde ese día. Había pasado demasiado tiempo atrapada en la rutina y el desánimo como para no poner hilo a la aguja y buscar nuevas oportunidades o quien sabe, proyectos propios. Se vistió con cuidado, eligiendo un conjunto que siempre había considerado elegante y cómodo, y se dirigió a la casa de su padre.

La casa se encontraba en las afueras de Toledo, era una masía enorme rodeada de campos y jardines. La casa por dentro era húmeda y amplia. Se podía notar el olor a antigüedad que guardaba esta casa señorial. Casi recordando los días en cuando aún vivía.

Marta se acercó para picar el timbre de la casa cuando un pequeño empujón la hizo sobresaltar.

—¡Tía! —gritó Julia, su sobrina pequeña, saltando hacia ella con una energía contagiosa.

Marta apenas tuvo tiempo de estabilizarse antes de que los brazos de Julia se aferraran a su cintura con un abrazo apretado. Su risa infantil llenó el aire, y por un instante, Marta se permitió olvidarse de todo el peso que llevaba sobre los hombros.

—¡Julia, cariño! —exclamó Marta, acariciando los rizos oscuros de la niña—. Me has asustado.

—¡Lo sé! —respondió la niña entre risas—. ¡Te he visto desde la ventana! Quería sorprenderte.

La inocencia y vitalidad de Julia siempre lograban arrancar una sonrisa sincera de Marta, algo que últimamente se había vuelto raro. Al bajar la mirada, notó que la niña llevaba consigo un cuaderno de dibujo. Julia siempre había sido muy creativa, algo que, de alguna forma, le recordaba a la Marta de su juventud.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Marta, señalando el cuaderno.

—He estado dibujando a los perritos de la finca. ¿Quieres verlo?

—Por supuesto —dijo Marta, arrodillándose para estar a su altura.

Julia abrió con entusiasmo el cuaderno, mostrándole los dibujos torpes pero encantadores de los perros que corrían por los jardines de la masía. Marta los observó con atención, sonriendo ante la dedicación que veía en cada trazo. Aunque los dibujos no eran técnicamente precisos, cada uno estaba lleno de vida, de esa chispa que Marta tanto extrañaba en su propio arte.

—Son preciosos, Julia —murmuró Marta.

—Gracias, tía —respondió Julia con una sonrisa orgullosa—. Me encanta dibujar. Es como si los perritos pudieran vivir para siempre en mis cuadernos.

Ese simple comentario sobre inmortalizar momentos a través del dibujo la dejó pensando. ¿Acaso no era eso lo que ella misma había perdido? La capacidad de ver la magia en las pequeñas cosas, de dejar que el arte fuera una extensión de su corazón, sin preocuparse por la perfección o por lo que otros pensaran.

—Vamos, Julia, déjame entrar a la casa antes de que papá se preocupe por mí —dijo Marta, poniéndose de pie y tomando la mano de la niña.

Entraron juntas a la casa, donde el olor familiar de la madera antigua y las especias de la cocina de su padre la envolvieron. La casa siempre había sido un refugio, un lugar donde el tiempo parecía detenerse. Marta sabía que su padre la esperaba en la sala, como siempre lo hacía cuando ella venía de visita.

—¡Ah, Marta! —dijo su padre con una sonrisa amplia al verla entrar—. Pensé que no vendrías hoy.

—No podía faltar —respondió ella, acercándose para darle un beso en la mejilla—. Necesitaba despejarme un poco.

Su padre, un hombre de ojos bondadosos y cabello canoso, la observó con detenimiento.

—¿Todo bien, hija? —preguntó él, ofreciéndole un asiento junto a la chimenea.

Lienzo del alma - MafinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora