Capítulo I El guardián del Crepúsculo

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El sol se deslizaba lentamente tras los picos imponentes de la Cordillera Brumosa, proyectando sombras alargadas sobre los valles que se extendían más allá de la Fortaleza del Crepúsculo. La luz dorada del atardecer iluminaba las torres de la fortaleza, destacando su estructura desafiante, casi antinatural. Las torres parecían desafiar la lógica arquitectónica, sus cúpulas y pasadizos zigzagueaban en ángulos imposibles, un testamento al poder que había forjado aquel lugar. Arkan Thalor, el creador y guardián de las Esferas, se encontraba en lo alto de una de esas torres, mirando en silencio el vasto horizonte.

Desde la altura, observaba cómo las corrientes de neblina serpenteaban por los valles y se desvanecían en las laderas de las montañas. Aquella niebla no era solo una manifestación natural; era un velo que ocultaba los misterios de Syltharion, una tierra donde las barreras entre el mundo físico y las dimensiones mágicas eran más delgadas. Desde aquí, Arkan podía sentir el flujo de las corrientes mágicas que atravesaban los reinos, un conocimiento que lo había acompañado desde que se convirtió en el Arquitecto de las Esferas.

Arkan Thalor se erguía como una figura imponente, su presencia irradiaba poder y autoridad en cada paso que daba. De estatura elevada, superaba con facilidad a la mayoría de los hombres, su figura esbelta pero robusta reflejaba la mezcla perfecta entre la gracia de un hechicero y la fuerza de un guerrero antiguo. Su cráneo completamente rasurado brillaba bajo la luz de los orbes mágicos que flotaban a su alrededor, una elección que no solo marcaba su distinción, sino también una señal de su dedicación a los misterios arcanos.

El centro de su frente estaba adornado por el Ojo del Eón, una gema mística que parecía tener vida propia. Emitía un brillo tenue y continuo, como si pulsara con su propio latido, resonando con el flujo de las energías cósmicas que atravesaban las esferas. Esta joya no era solo un símbolo de su poder, sino también una manifestación tangible del profundo vínculo que Arkan mantenía con las fuerzas primordiales de Elarion.

Su rostro, enmarcado por una barba corta y pulida, emanaba una mezcla de sabiduría y severidad. Sus ojos eran profundos, de un color azul intenso, casi como si llevaran consigo los vestigios del mismo cielo nocturno. Eran orbes que reflejaban una conciencia antigua, y una comprensión que iba más allá de lo que cualquier mortal pudiera entender. A pesar de la dureza de su mirada, aquellos ojos también dejaban entrever una tristeza latente, la carga de haber presenciado la caída de reinos y de haber sobrevivido a guerras devastadoras.

Arkan vestía túnicas ceremoniales de tonos oscuros, decoradas con intrincados bordados dorados que parecían trazados por las manos de dioses olvidados. Cada detalle de su atuendo estaba impregnado de magia. Las hombreras que portaba sobresalían con filigranas doradas, dando la impresión de que un poder antiguo fluía directamente desde las estrellas y se condensaba en su armadura, como si el cielo mismo lo protegiera. Un collar con un rubí engarzado descansaba sobre su pecho, brillando intensamente como si portara una llama interna, un recordatorio constante de su conexión con las esferas y con la energía misma del universo.

Sus manos, grandes y de dedos largos, reflejaban la habilidad de alguien que había pasado décadas controlando fuerzas inimaginables. En sus muñecas colgaban brazaletes tallados con runas antiguas, símbolos que resonaban con una magia primigenia, como si contuvieran secretos que solo él podía desentrañar.

Cuando Arkan caminaba, lo hacía con la confianza de un ser que entendía su papel en el equilibrio de Elarion. Cada movimiento suyo, fluido y preciso, daba la impresión de que estaba en armonía con el mismo tejido de la realidad. Su capa, larga y elegante, flotaba detrás de él, como una extensión de su poder, rozando el suelo y dejando un rastro de energía etérea a su paso.

A lo largo de los años, Arkan había perfeccionado no solo su maestría en las artes mágicas, sino también su presencia. No había necesidad de palabras cuando entraba en una sala; su mera apariencia imponía respeto y admiración, aunque también despertaba temor en aquellos que entendían el alcance de su poder. Él era el Guardián del Crepúsculo, y su apariencia lo hacía digno de ese título, un ser que estaba destinado a proteger el equilibrio entre la luz y las sombras.

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