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Los pilares que nos sostienen a lo largo de nuestra existencia son nuestros padres, aquellos que nos crían y nos prodigan amor incondicional. Nos brindan su apoyo sin reservas, y jamás se les ocurriría hacernos daño. Son los que nos otorgan la vida... y también podrían arrebatárnosla.

Cada día, cada minuto, en cada instante, imagino más de cien maneras diferentes de dar muerte a mis padres.

Sería tan sencillo como tomar un cuchillo e ir a su habitación en plena medianoche. Entraría con sigilo. Primero sería mi querido padre; después de manchar mis manos y despedazar sus intestinos, seguiría con mi bondadosa madre.

Otra opción sería echar una pizca de veneno para ratas que mi padre guarda en el granero. Una cucharada en sus vasos bastaría para que, en menos de una semana, sus cuerpos sucumbieran a la intoxicación.

Tantos escenarios, tantas imágenes que se proyectan en mi mente, que rezo todos los días para que algún día sea bendecida con la valentía de cometer tales atrocidades.

Dios es bueno, ¿verdad? Entonces, pedir salir de este infierno, sin importar el cómo, no es pecado. ¿Verdad?

Es lo justo.

Que cuando ellos dejen de respirar y sus cuerpos queden tan fríos como el río en invierno, vayan al cielo y los castiguen enviándolos al rincón más oscuro del infierno, donde sean flagelados sin piedad.

Un castigo que yo he soportado cada día.

Un castigo cuyo motivo desconocía, pero solo sabía que, al ver los ojos inyectados en sangre de mi padre cada vez que aquella cuerda impactaba contra la blanca piel de mi espalda, su mirada reflejaba placer.

Le proporcionaba placer ver sangrar las cicatrices que él mismo no dejaba sanar y que había provocado durante toda mi vida.

Cada vez que veía sus ojos, tan idénticos a los míos, deseaba hundir mis pulgares en sus cuencas y apretar hasta que reventaran, hasta que solo pudiera gritar pidiendo auxilio.

Mi cuerpo yacía sobre mis rodillas, con los botones de mi vestido desabrochados, dejando al descubierto mi espalda. No sabía cuánto tiempo llevaba allí; parecía una eternidad. Sentía la sangre seca de mis heridas abiertas por el látigo que chocaba una y otra vez contra mí.

Tenía las mejillas mojadas, pero ya no lloraba; solo miraba al frente. Mi madre, quien debería protegerme y cuidarme, estaba delante de mí, de espaldas, cocinando mientras tarareaba quién sabe qué canción.

Siempre había sido así. Mi padre creía que había hecho algo impropio para una señorita como yo y me castigaba en medio del salón, mientras mi madre hacía como si nada, ocupándose de los quehaceres de la casa: limpiar, cocinar, ordenar... Mientras yo suplicaba piedad y gritaba desangrándome.

Los quería muertos, a los dos.

—A ver si aprendes a ser una señorita de una vez por todas.

Los latigazos cesaron después de cientos, pero el dolor era insoportablemente intenso.

Me levanté de la alfombra, tambaleándome, y me dirigí directamente a las escaleras que conducían a mi habitación.

Mi padre se volvió a sentar en la mesa, tomando su café y leyendo el periódico. Lo normal después de haber torturado a tu hija.

Nunca te fíes de las apariencias de alguien, porque siempre que pretenden mostrar perfección, esconden algo muy oscuro.

Mi familia, a la vista de los demás, somos la familia perfecta.

Mi padre tiene un alto cargo político, así que, además de ser conocidos, somos gente de dinero. Mi madre es heredera de las empresas de mi abuelo. Siempre hemos estado rodeados de lujos y privilegios en nuestra sociedad.

Susurros de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora