Son pocas las cosas que logran mantenerme entretenida, y una de ellas son los libros. Aunque mi padre no me permite leer ni tener libros en casa, cuando él se ausenta del pueblo por trabajo, me escabullo en la noche hasta una pequeña biblioteca junto a la iglesia.
Se trata de una cabaña modesta y antigua, con el techo inclinado y las paredes de madera añosa, pero abarrotada de volúmenes. Los que más disfruto son los de romance; sus historias me resultan fascinantes y evocan en mí un anhelo indescriptible.
Aprendí a leer y a escribir porque a mi padre le desagrada la gente inculta y analfabeta. "Son escoria," decía, "y una señorita de nuestra posición debe ser culta, obediente y refinada." Quizás aquello fue lo único bueno que hizo, pues he llegado a amar la lectura de una manera que jamás podría entender.
Era medianoche, y me encontraba en mi escondite secreto, apilando algunos libros que, lamentablemente, estaban ya tan viejos y desgastados que las letras apenas eran legibles. Coloqué a un lado un tomo de tapas rojas que planeaba llevar conmigo y tomé otro que llamó mi atención de inmediato. Apenas lo sostuve en las manos, una extraña sensación oscura me recorrió el cuerpo. Deslicé la palma de la mano sobre la cubierta para quitar el polvo acumulado y revelar lo que parecían ser letras en un idioma desconocido.
—Qué curioso... —murmuré, observando los extraños caracteres dorados que contrastaban con la piel oscura que cubría el libro.
Sentí cómo se me erizaba el vello de los brazos al notar una corriente helada que, de algún modo, se tornaba más intensa. Intrigada y con el ceño fruncido, abrí el libro por la mitad. Una inquietud incómoda me invadió al ver los dibujos y símbolos que adornaban las páginas. "Laileb" Era lo unico que llegue a pronunciar
—Esto parece... —abrí los ojos con espanto al darme cuenta de que no era un libro común. Lo solté y me levanté de un salto.
De repente, las páginas comenzaron a pasar solas, una tras otra, en un susurro frenético, mientras el frío se intensificaba. Retrocedí asustada, y en ese instante, una pila de libros cayó al suelo con un estrépito que resonó en el silencio de la noche.
Di un grito y salí corriendo, sin atreverme a mirar atrás. Pero mientras huía, miré de reojo hacia la puerta de la cabaña y me congelé de terror: allí, en la penumbra, vislumbré una figura alta y oscura, observándome desde el umbral con ojos vacíos y fríos, como los de una bestia.
Llegué a casa con el corazón en un puño y cerré la puerta tras de mí, aún temblando. Caminaba de regreso a mi habitación en el silencio de la noche cuando, al pasar junto a la puerta de los aposentos de mis padres, noté que estaba entreabierta. Un destello de luz tenue se filtraba desde el interior, y por curiosidad, me detuve. Iba a continuar mi camino, pero una voz masculina, baja y susurrante, llegó hasta mis oídos. Sentí un estremecimiento en el pecho; aquella voz me resultaba extrañamente familiar. Con cautela, me acerqué un poco más, y al asomarme, vi una escena que me dejó sin aliento.
Mi madre estaba en el cuarto, no sola como habría esperado, sino en compañía de un hombre. No pude distinguir bien su rostro al principio, pero había algo en su figura que reconocí. Él le susurraba algo al oído y ella, sin percatarse de mi presencia, respondía con una sonrisa que jamás había visto en su semblante. Se veía... contenta, incluso radiante. Era una expresión que nunca mostraba ni siquiera en las ocasiones de mayor formalidad.
El hombre se giró apenas un poco, y en ese instante pude ver su rostro con claridad. Lo conocía. ¿Pero de dónde? Mi mente comenzó a correr, a escudriñar entre los recuerdos, y fue entonces que un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Era el mismo hombre con quien me había encontrado en el mercado, el mismo que se había presentado como el nuevo médico del pueblo.
Mi respiración se aceleró. Me llevé una mano a la boca para no hacer ruido y, conteniendo el impulso de quedarme allí observando, di media vuelta y salí corriendo hacia mi habitación, sin atreverme a mirar atrás. Cerré la puerta tras de mí con manos temblorosas, tratando de entender lo que acababa de presenciar. Me tumbé en la cama, pero el sueño no llegó. La imagen de mi madre con aquel hombre me atormentó durante toda la noche. Y aquella sonrisa... esa sonrisa desconocida se repetía en mi mente.
A la mañana siguiente, el sol ya estaba alto cuando la plaza del pueblo comenzó a llenarse de murmullos alarmados. Me asomé con cautela desde la esquina del mercado, atraída por el gentío que se arremolinaba en torno a algo en el centro. Me acerqué poco a poco, y al abrirse paso la multitud, pude ver lo que causaba tanto revuelo. Allí, en medio de la plaza, yacía el cuerpo de un hombre, aunque apenas podía reconocerse como tal. Estaba completamente destrozado, torturado de una manera atroz. Su rostro, irreconocible. La piel de su cuerpo mostraba laceraciones profundas, y sus dedos habían sido quebrados, como si alguien hubiera disfrutado arrancándole cada grito, cada súplica.
Un nudo se formó en mi garganta. Al escuchar los murmullos horrorizados de las personas a mi alrededor, comprendí que no se trataba de un extraño. Era alguien del pueblo, alguien conocido. Pero nadie mencionaba un nombre. La noticia comenzó a recorrer el lugar como pólvora, y los rumores sobre un posible asesino en el pueblo se esparcieron entre los habitantes como un viento helado.
Al girarme, vi que mi madre estaba también allí, a cierta distancia, con el rostro en perfecta serenidad. Nadie habría sospechado que una mujer con tan impecable compostura pudiera esconder secreto alguno. Por un instante, nuestros ojos se encontraron, y en su mirada percibí algo que jamás había visto: una frialdad imperturbable, casi inquietante.
Me giré, el corazón latiendo con fuerza. Entonces, sin darme cuenta, mis ojos buscaron al hombre que había visto la noche anterior en el cuarto de mis padres. Y allí estaba, observando la escena desde el margen de la plaza, con el rostro imperturbable y una mirada que transmitía una calma casi inquietante. ¿Sería posible que él tuviera algo que ver con todo esto? ¿O acaso él mismo estaba tan sorprendido como yo?
Lo observé con fijeza, intentando descifrar alguna emoción en sus ojos, algo que me revelara la verdad. En ese momento, él alzó la vista y nuestras miradas se encontraron. Sentí una corriente fría recorrerme la columna. Sus ojos, tan intensos y profundamente azules, parecían leer mi mente, como si pudieran ver a través de mis propios pensamientos y mis temores.
Por un instante, el resto del mundo se desvaneció y me quedé sola con aquella mirada, cargada de oscuridad y de un peligro apenas perceptible, pero latente. Aparté la vista, incapaz de sostenerla por más tiempo, pero la pregunta ya me quemaba en el pecho.
¿Quién era realmente ese hombre?
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Susurros de sangre
RandomEn un pequeño pueblo asfixiado por la rutina y el abuso, Inara vive atrapada entre un padre violento y una madre indiferente. Su único refugio son los libros, donde sueña con una vida distinta. Sin embargo, la llegada de un enigmático médico de ojos...