5

4 1 0
                                    

Me encontraba sola, en el centro del bosque de los susurros, rodeada de árboles altos y retorcidos cuyas ramas parecían garras ansiosas por atraparme. La niebla lo envolvía todo, moviéndose como un ente propio, respirando y observando. Un escalofrío helado me recorrió la columna cuando una ráfaga de viento frío trajo consigo voces entrecortadas, cuchicheos que vagaban por el aire, colándose en lo mas profundo de mis oídos.

"Inara... Inara..."

susurraban, arrastrando mi nombre como un eco de dolor. Algunas voces eran suaves, casi amables, mientras que otras sonaban crueles, desquiciadas, cada una con un tono más siniestro que la anterior. Sentí cómo la piel se me erizaba y el pecho se me apretaba con cada palabra que me rodeaba. Intenté dar un paso, alejarme, pero mis piernas se sentían ancladas al suelo, atrapadas por raíces negras y retorcidas que se movían como serpientes vivas.

El paisaje empezó a cambiar, desdibujándose como si fuera un dibujo corrido por la lluvia. Los árboles se desvanecieron, y en su lugar apareció una figura pequeña y solitaria. Un niño de cabello castaño y revuelto se encontraba de pie frente a mí, con una expresión melancólica que me resultaba tan dolorosamente familiar que hizo que me doliera el pecho. En sus ojos oscuros reflejaban más años de los que un niño debería haber vivido. Me fije en cómo sus labios se movían, pero las palabras se perdían en la distancia, imposibles de escuchar. Intenté llamarlo, pero mi voz se quebró antes de salir de mi garganta.

—¿Quién eres tú? —susurré finalmente, pero el viento pareció devorar mis palabras como si nunca hubieran existido.

El niño alzó un dedo tembloroso y señaló detrás de mí. Sentí cómo el aire se congelaba a mi alrededor mientras giraba lentamente, y lo que vi hizo que la sangre se me helara en las venas. De entre las sombras salió una figura alta y delgada, moviéndose con una fluidez antinatural. La piel del ser era blanquecina, casi translúcida, y sus ojos, tan azules que parecían blancos, brillaban con una malicia que parecía perforar mi alma. Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona, mostrando dientes puntiagudos, filosos como navajas.

—Tu vida...sellada por la traición y el sacrificio —dijo, y su voz resonó grave y quebrada, llenando cada rincón de mi mente. Era una mezcla de mil ecos, de voces distintas, algunas suplicantes, otras jubilosas en su condena. Como los susurros que no para de oir en cada momento.

Mire al niño, el cual me miraba con lágrimas que caían por sus mejillas, sus ojos, antes tristes, ahora me rogaban algo que yo no podía entender. Entonces, una visión se estrelló contra mí como una ola furiosa.

Me vi en una habitación oscura, opresiva, donde una mujer, joven y temblorosa, sostenía al niño con los brazos frágiles.

"Perdóname..." sollozaba, mientras una figura encapuchada, cuyos ojos brillaban con un fuego azul, sostenía un pergamino cubierto de símbolos que flotaban en el aire como llamas.

El niño gritó cuando el fuego azul lo envolvió, y el sonido de su voz, agudo y desgarrador, hizo eco en mi mente hasta que sentí que mis oídos iban a reventar. Quise correr hacia él, salvarlo, pero estaba atrapada, inmóvil, mientras el demonio se acercaba.

—¡Esto no es real! —grité con toda la fuerza que pude reunir, y mi voz se alzó en un alarido que hizo temblar el suelo bajo mis pies. Tape mi oidos con las manos mientras cerraba con fuerza los ojos.

De repente, algo se movió en las sombras y se lanzó hacia mí, una masa oscura, deforme, que avanzaba a una velocidad inhumana. Su rostro era un borrón de horror. El pánico me inundó, y grité, un sonido que resonó en mis propios oídos hasta que, de pronto, el paisaje se rompió en mil pedazos, deshaciéndose como cristal bajo un golpe certero.

Susurros de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora