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Las calles del pueblo se habían vuelto extrañas, llenas de murmullos y miradas furtivas desde las ventanas entreabiertas. Desde que apareció aquel cadáver en la plaza, la atmósfera se había tornado pesada, llena de una desconfianza latente. Las conversaciones susurradas parecían llenas de miedo, y aunque todos trataban de seguir con su vida cotidiana, bastaba ver el gesto de alguien o escuchar un comentario entre dientes para saberlo: ahora todos temían. Alguien, en algún lugar, era el asesino que acechaba entre ellos.

Para mi sorpresa, me sentía tranquila. La muerte, tan temida por todos, me resultaba una vieja conocida, una posibilidad que jamás me había asustado. Desde hacía mucho, quizás desde que era apenas una niña, había dejado de verla como algo terrible; al contrario, a veces la imaginaba como un alivio, un final necesario, algo que deseaba, una puerta hacia la oscuridad. Y ahora, en medio de ese clima de incertidumbre, sentía que la paz me llenaba, como si cada respiración en el aire enrarecido fuera un bálsamo que nadie más podía entender.

Mis pensamientos se rompieron cuando miré a mi madre, sentada al otro lado de la mesa. Ella llevaba la cuchara a sus labios sin hacer ruido, con una expresión vacía, casi ausente, que hacía parecer que era más una escultura que una persona viva. Pero era imposible no notar su belleza: un halo etéreo la rodeaba, con esos ojos verdes que parecían gemas y ese cabello oscuro que caía en bucles hasta sus hombros. Las pecas en sus mejillas eran pequeñas constelaciones que le daban una perfección casi irreal. Quizá por eso, desde siempre, había sentido una mezcla de envidia y fascinación hacia ella. Ella era todo lo que yo no era, y a veces esa comparación me dolía tanto que llegaba a desear arrancarme los ojos solo para no verla.

Llevaba diez minutos observándola en silencio, y su postura inmutable me perturbaba cada vez más. Pero de repente, como si sintiera mi mirada, sus ojos se dirigieron hacia mí con un gesto calculado. Sorprendida, desvié la vista hacia la sopa, buscando un refugio en la sopa de patata, que, de repente, se volvió una vista fascinante. Sin embargo, sabía que el cambio fue tan obvio que noté cómo ella alzaba una ceja, inquisitiva.

—A partir de ahora, nada de salir por las noches —dijo, con su tono monótono, pero había algo en su voz que sonaba a amenaza encubierta—. Se acabó, Inara.

Moví la cuchara en círculos, jugando con un trozo de patata en el fondo del plato, sin saber muy bien qué responder. El silencio de la casa se hizo denso, y de pronto, el golpe de su puño sobre la mesa me hizo temblar. No era común que ella tuviera esos gestos de violencia, pero conocía su temperamento. Aunque no solía levantarme la mano, sus palabras podían ser incluso más crueles que cualquier golpe. La miré, y el miedo debió reflejarse en mi rostro, porque ella sonrió de esa manera tan escalofriante, una sonrisa cerrada y tensa, como un lobo enseñando sus dientes.

—Una señorita bien educada mira a la cara cuando le hablan —murmuró, entrecerrando los ojos con una intensidad que me atravesó.

—S-sí, madre. Disculpa —balbuceé, asintiendo con torpeza, deseando terminar aquella conversación.

Por el rabillo del ojo vi a Lupe, pasando lentamente. Su mirada se posó en mí con una mezcla de tristeza y frustración, como si fuera consciente de lo que yo estaba sintiendo pero incapaz de intervenir. Cuando volvió a la cocina, mi madre retomó su comida, como si nada hubiera pasado, con esa expresión de póker tan perfectamente ensayada. Podía oír el sonido metálico de su cuchara al chocar contra el plato, un sonido que, en aquel silencio tenso, parecía el de una campana fúnebre.

Mi mente vagó, inevitablemente, hacia aquella noche en la cabaña, cuando algo que no podía explicar había sucedido. Recordé los susurros, el frío inexplicable que me había paralizado, y esa figura oscura que parecía observarme desde la puerta. La sensación de terror persistía, como una sombra que no podía despegar de mi mente, y las pesadillas volvían a mí en los momentos menos oportunos. Recordar a mi madre con aquel hombre solo aumentaba mi incomodidad; hubiera dado cualquier cosa por olvidar aquella visión.

Susurros de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora