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A veces, empezaba a creer que mi padre no mentía cuando me gritaba que estaba loca. En las últimas semanas, esa afirmación parecía cobrar más peso, como si las dudas se anidaran en mi mente. Tal vez realmente estaba enloqueciendo. O quizás eran las voces susurrantes que me atormentaban, las pesadillas horribles que asaltaban mis noches o las sombras inquietantes que se deslizaban por la oscuridad. Todo esto me estaba sobrepasando.

La situación en el pueblo se volvía cada vez más alarmante. Las muertes habían aumentado drásticamente; ayer encontraron a una chica de mi edad colgada de un árbol, sus cuencas vacías miraban al infinito. El ambiente se había vuelto sombrío, y el humor de mi padre se deterioraba a la par. Él, que debía ser el pilar de la comunidad, tranquilizando a la gente y colaborando con los policías para atrapar al asesino, parecía cada vez más perdido en su propio caos. Para mí, esto tenía un efecto colateral positivo: al estar fuera de casa todo el día, no se preocupaba por mis extrañas actitudes ni por los cambios que estaba viviendo.

Era noche otra vez. Me encontraba frente al espejo, contemplando con detenimiento las cicatrices que surcaban mi cuerpo, marcas imborrables de un pasado oscuro. Cada una de esas líneas era un recordatorio de las veces que mi padre había dejado su huella en mí, momentos que nunca podría olvidar.

Suspiré profundamente mientras ajustaba el camisón que llevaba puesto, sintiendo la tela suave contra mi piel. Mis manos se dirigieron a mi cabello, enredado en un moño descuidado, y lo deshice, dejando que cayera en cascada por mi espalda.

Continué mirando mi reflejo hasta que la imagen se tornó borrosa, y una sensación de inquietud comenzó a apoderarse de mí. La vela que había sobre la mesita de noche parpadeó, la llama danzando con la brisa fría que se filtraba por la ventana, llenando la habitación de un aire inquietante.

Fruncí el ceño al escuchar un crujido proveniente de la oscuridad. Mi mirada se fijó de nuevo en el espejo, y noté con horror que pequeñas grietas comenzaban a formarse en la superficie. Alarmada, me acerqué al espejo y levanté la mano para tocar las fisuras. Fue entonces cuando la borrosidad desapareció de golpe.

Contuve la respiración al ver lo que reflejaba. Detrás de mí, unos ojos brillantes emergían de las sombras, fijos en mi figura. Era la misma sombra de siempre. ¿Volvía a estar soñando?

—Querida, estás muy despierta —murmuró aquella sombra, su voz ronca y grave rebosando burla.

Sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo. Me quedé en silencio, con la garganta cerrada. Intenté recordar los motivos por los cuales ese ser podría estar allí, pero su presencia anulaba cualquier razón.

—¿Qué eres, en verdad? —logré preguntar, aunque apenas en un susurro.

Él sonrió aún más, con esa mueca burlona que parecía atravesarme.

—¿Qué soy? —repitió, deleitándose con la pregunta—. No lo sabes, ¿verdad? —Dio un paso hacia mí, y aunque no lo toco, sentí que algo oscuro y denso se cernía sobre mí—. ¿No te parece curioso que yo esté siempre precisamente cuando me buscas, cuando lo ansiabas, cuando lo deseabas? A veces, Inara, las respuestas a nuestros deseos están... más cerca de lo que creemos.

Recordé aquellas noches en las que, encerrada en la soledad de mi cuarto, me había sumido en pensamientos oscuros, deseando una vida distinta, algo que me arrancara de la monotonía y las cadenas que me imponía mi padre. Sin embargo, la sensación que ahora me invadía era muy distinta al deseo de aquellos días.

—No respondiste a lo que te pregunte —hable esta vez con más firmeza. Mi voz temblaba, pero necesitaba saberlo.

Su sonrisa se amplió y sus ojos, de un azul imposible, brillaron con una intensidad casi sobrenatural.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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Susurros de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora