CAPÍTULO 2: MI DIARIO. ANA VALDÉS

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Las manos me temblaron aún más. Lo cerré de inmediato, sin saber si era correcto o no leerlo. Observé el cajón, las cosas que había en su interior desperdigadas a mi alrededor, la tabla rota a mi lado... ¿Pero qué me había pasado? ¿Es que estaba loca? ¿Cómo podía haber armado semejante desaguisado en el dormitorio de la abuela? ¿Qué había pasado con aquello de preservarlo tal como ella lo había dejado? Debía volver a colocarlo todo como estaba.

Al sentir el peso del libro entre mis dedos y su tacto cálido fui consciente de lo que tenía entre las manos. Era el diario de mi abuela. Leerlo sería como escucharla hablar, como cuando me leía mientras yo coloreaba tirada en la alfombra. Volví a abrirlo. Me quedé fija mirando las letras con caligrafía perfecta y con el dedo índice las acaricié. Pasé esa primera página, temblando, sintiendo un sudor frío en las manos pero ávida de más.

La fecha que iniciaba el diario era el 20 de Noviembre de 1946. Por aquella época, si mis cálculos no me fallaban, mi abuela tendría dieciséis años. ¡Qué jovencita! Dejé el diario a un lado y busqué en la caja de fotos. Casi todas estaban fechadas por detrás. Enseguida di con una que concordaba con la fecha del diario. La giré y ahí estaba mi abuela con unas amigas, en el campo.

Cogí el viejo libro que aún estaba apoyado en el suelo a mi lado y lo abrí de nuevo. ¿Sería correcto leerlo? Una pequeña vocecita me sugirió que, quizá, era profanar la intimidad de mi abuela, pero la acallé. Las ganas eran mucho más fuertes que la decencia.

«20 de Noviembre de 1946:

Hemos comenzado con la cosecha de aceituna. Hacía un frío de mil demonios y las hojas de los olivos tenían aún escarcha. Sólo hemos parado para comer. Mañana debemos continuar. Aún queda mucho por recoger. Este año se ha dado bien. Son días muy duros, mi ropa apenas me abriga, pero bien merece la pena el frío si puedo verlo a él».

—Hija, ya he vuelto.

La voz de mi madre me sobresaltó. Observé a mi alrededor y el pánico comenzó a apoderarse de mí. Tenía que dar señales de vida. Era lo único que conseguiría retrasar que subiese a comprobar que me encontraba bien.

—Estoy arriba mamá.

Volví a colocar todas las cosas en su sitio, intentando superar la velocidad de la luz, para que mi madre no me matara por haber estropeado el armario de la abuela. El diario volvió a quedar escondido donde había permanecido años oculto y yo salí de la habitación, cerrando la puerta tras de mí, con sumo cuidado. Corrí por el pasillo y en el camino me encontré con mi madre.

—¡Vaya siesta te has echado! ¿Has estado durmiendo hasta ahora?

—Eh... sí. —Me apoyé junto al marco de la puerta de mi habitación, como si aquel gesto confirmase que acababa de salir de allí—. Sí, mamá. La verdad es que he descansado mucho.

—¿Sabes qué? —Como buena hija detecté en su mirada que quería algo de mí. Se confirmó cuando me colocó un pelo suelto por detrás de la oreja. Siempre hace eso cuando quiere que haga algo por ella—. Esta noche toca la orquesta en el pueblo. ¿Recuerdas que son las fiestas?

¡Lo había olvidado! Si hubiera podido me habría echado la mano a la frente indicando claramente que no me apetecía ir. Lo que quería era leer la historia de la abuela, saber quién sería ese él que aparecía en la primera página del diario. ¿Fue ese el momento en el que conoció a Esteban? Negarme a ir supondría tener que dar un motivo, que por supuesto no tenía intención de desvelar dado el atentado que había cometido contra el armario de la abuela. Aún así, la curiosidad pudo conmigo y decidí arriesgarme.

—Mamá no me apetece salir esta noche.

—¿Cómo que no sales? —De nuevo la mirada de preocupación—. Sí sales. —Tajante, para no dejar lugar a dudas. Se iba a hacer lo que ella dijera y punto—. No puedes quedarte encerrada todo el día en casa. Tienes que salir y que te dé un poco el aire.

LA OTRA MIRADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora