CAPÍTULO 4: EL HOSPITAL

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A la mañana siguiente me desperté con un ligero dolor de cabeza. Me había pasado la noche vomitando y con diarrea y no tenía muchas ganas de ponerme en pie tan temprano. Me dolía el cuerpo como cuando tienes algo de fiebre y parece que te hubieran dado una paliza. No tenía ganas de levantarme pero tenía cosas que hacer. Había quedado con el chico del grupo de teatro y además tenía que ir a hacer la compra y algunos recados al pueblo de al lado. El pueblo de Diego Mendoza. Éste se había desarrollado algo más que el nuestro y se podían encontrar aquellas cosas que nosotros no teníamos.

Me senté sobre la cama y noté cómo toda la habitación giraba sobre mí. Definitivamente no me encontraba bien. Aún así hice acopio de fuerza y me puse en pie. Llegué como pude al armario, lo abrí y saqué algo de ropa. Regresé a la cama porque sentía que iba a perder el equilibrio en cualquier momento. En ese instante mi madre llamó suavemente a la puerta y la abrió despacio asomando la cabeza.

—¿Estás despierta? ¿Te encuentras algo mejor?

—Me siento un poco rara.

—¿Vas a salir? —me preguntó sorprendida.

—Supongo que sí. —No estaba muy convencida de ello pero tenía que hacerlo—. Tengo cosas que hacer.

—Entonces, ¿vamos a hacer la compra? Puedo hacerlo yo. Quizá deberías quedarte descansando.

—Estoy bien. Pero primero tengo que pasar por el centro cultural. No tardaré nada.

Me levanté para quitarme el pijama pero no pude cumplir con mi objetivo. Noté cómo se me nublaba la vista y la voz de mi madre se hacía cada vez más lejana. Me estaba desmayando.

Me encontraba vagando por una casa de pueblo. Recorrí el pasillo buscando en las habitaciones a mi madre. Pero no estaba. En su lugar encontré a mi abuela. Se estaba probando el vestido que llevó el día de la matanza. Era tan joven. Dejó de mirar el vestido y se sentó sobre la cama. Debajo del colchón tenía escondido un pequeño cuaderno. Fui a la cocina. Allí una señora preparaba algo de comer sin perder de vista a una niña de unos cinco o seis años. Una chica pasó a mi lado, cogió a la niña y se la llevó de allí. De pronto, ya no estaba en la casa. Me encontraba cayendo en picado al mar. Cuando mi cuerpo entró en contacto con el agua, me desperté.

Abrí los ojos despacio. La neblina comenzó a desaparecer y pude ver a mi madre con un vaso de agua vacío en la mano. Su voz me llegaba aún lejana. Había otra voz. Me giré y vi a un hombre con bigote y pelo gris. Me miraba a través de unas gafas de pasta gruesa. Mi brazo derecho se hinchaba por momentos mientras las voces comenzaban a llegarme más nítidas. Me estaban tomando la tensión. De pronto me sentí muy cansada. Recosté la cabeza en la almohada. Algunas gotas de agua caían por mi cara. Mi madre debía de haberme echado el vaso encima. Tenía calor. Notaba como me subía la temperatura por momentos.

—Tiene la tensión muy baja. —Alcancé a escuchar.

Sentía un calor insoportable. Mi estómago rugió un momento. Entonces recordé que era por la mañana.

—¿Ha desayunado? —preguntó el hombre que, supuse en un momento de máxima lucidez, era el doctor.

—No. No le ha dado tiempo. Subí a ver si estaba despierta y de pronto... se ha desmayado. ¡Dios mío! Que no le pase nada.

Vale, me había desmayado. Y, vale, me encontraba fatal, pero el drama me parecía excesivo. Simplemente estaba débil por la gastroenteritis de la noche. No era el fin del mundo. No sé por qué, pero todo lo que decía mi madre me molestaba.

—Deberíamos llevarla al hospital para hacerle unas pruebas. Llamaré a una ambulancia para que venga a buscarla. Por el momento creo que deberíamos traerle algo de comer. Puede que el desmayo se deba a que tiene las defensas bajas y no ha comido nada. Súbale algo dulce.

LA OTRA MIRADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora