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El año era 1944, y Europa estaba sumida en un caos sin precedentes. En algún rincón remoto de los Alpes, donde las fuerzas alemanas mantenían una posición estratégica, un campamento militar se alzaba bajo cielos oscuros y el eco de una guerra que devoraba a todo un continente. En aquel lugar, rodeado de montañas silenciosas y cubierto por un frío que parecía reflejar la desolación de la época, las vidas de los soldados se movían al ritmo de órdenes inflexibles y un miedo silencioso. Eran hombres al servicio de un imperio que dictaba el destino de millones, hombres que, por lealtad o por temor, sostenían una estructura cuyas reglas no se podían cuestionar.

El orden era absoluto, y la obediencia, sagrada. Cualquier asomo de rebeldía, de duda o de compasión, era barrido como el polvo en un uniforme. La disciplina férrea era lo único que se permitía, lo único que justificaba y daba propósito a aquellos días que se mezclaban en una sucesión gris y sin sentido. Para Ludwig Beilschmidt, un oficial alemán de alto rango, aquello era más que una misión, era la extensión de su propia identidad. Nacido y criado bajo los ideales de una nación que promovía la supremacía de sus principios, Ludwig había aprendido a suprimir cualquier señal de debilidad, de cuestionamiento, de humanidad. Ser un comandante significaba cargar con la responsabilidad de una maquinaria implacable, sin concesiones ni descanso.

Ludwig era, por toda apariencia, el modelo de un soldado alemán ejemplar,la encarnación misma del ideal militar; alto, de porte rígido, con un semblante siempre imperturbable que no admitía trivialidades ni distracciones. Con su uniforme perfectamente ajustado, su uniforme era una segunda piel, cada insignia en su pecho, un recordatorio de que su vida pertenecía a algo mucho más grande, algo que le exigía sacrificar no solo su comodidad, sino también su alma, estaba comportamiento disciplinado. Transmitía la imagen de alguien cuya vida entera estaba dedicada al orden y la obediencia. Incluso entre sus superiores, Ludwig era respetado y, en más de una ocasión temido. No había muestra de debilidad en su aspecto ni en sus gestos, y cualquiera que lo viera por primera vez podría pensar que el hombre se había fundido con el metal frío de sus insignias, abandonando cualquier traza de humanidad a favor del deber.

Así, Ludwig se había entregado al rol que la vida, y tal vez algo en su propio carácter, le habían asignado, la del soldado devoto, el oficial de rango superior, a quien se le podía confiar cualquier misión sin miedo al fracaso o a las dudas. De hecho, Ludwig parecía carecer de la capacidad de cuestionar el áspero del deber, como si nunca hubiera conocido el sabor de la indecisión o el peso de un anhelo personal. La disciplina, para él, era más que una norma, era un refugio donde encontrar certeza en un mundo quebrantado por la guerra.

Sin embargo, aquella firmeza incuestionable comenzó a tambalearse cuando conoció a Feliciano. Feliciano Vargas, un joven soldado italiano asignado temporalmente a su unidad. Italia había sido un aliado fluctuante y volátil, y Feliciano, con su figura menuda y su aire despreocupado, parecía la encarnación misma de la fragilidad. parecía, en todos los sentidos, el contraste de Ludwig. Pequeño y de complexión delicada, Feliciano tenía un rostro amable, y una sonrisa perpetua que a menudo ponía nerviosos a quienes lo rodeaban. Su cabello castaño caía en suaves mechones, enmarcando su rostro con una despreocupación que contrastaba tanto con el rigor de Ludwig que, al principio, el alemán no podía mirarlo sin sentir una mezcla de exasperación y desconcierto.

Feliciano no se comportaba como un soldado común. En lugar de llevar consigo el peso de la guerra, parecía arrastrar una ligereza inusual, como si la realidad que lo rodeaba no pudiera alcanzarlo del todo. Su voz, suave y calida, recordaba la música de una tarde de verano, y en más de una ocasión, Ludwig había encontrado al joven italiano canturreando para sí mismo, como si intentara llenar el campamento con una calidez que se desafinaba de la crudeza de aquel entorno.

Para Ludwig, este comportamiento era desconcertante, y al principio lo desestimó como un indicio de debilidad. "Un soldado no se comporta de esa manera", pensaba. No obstante, había algo en Feliciano que resultaba... cautivador, aunque jamás lo admitiría. Su forma de hablar, de observar el mundo con una inocencia obstinada y hasta peligrosa, se había convertido en una especie de misterio que Ludwig no podía apartar de su mente, un misterio que lo enfurecía en cierto punto, envidia.

𝓔𝓷𝓲𝓰𝓶𝓪Donde viven las historias. Descúbrelo ahora