Los días que siguieron fueron un mosaico de tensión y cansancio para los soldados, marchaban al borde del agotamiento, avanzando por terrenos hostiles mientras intentaban reorganizarse y evitar nuevos encuentros con el enemigo. Cada día era un desafío, y cada noche una prueba de resistencia, tanto física como emocional. En medio de todo ello, Ludwig Beilschmidt se dio cuenta de que Feliciano Vargas siempre estaba cerca, como una sombra cálida que lo seguía a todas partes.
Al principio, Ludwig consideraba a Feliciano una distracción innecesaria, pero, con el paso de los días, esa percepción empezó a cambiar. Feliciano no era el soldado más fuerte ni el más hábil, pero tenía una capacidad inusual para suavizar la dureza del entorno. Era el primero en ofrecerse para tareas tediosas y el único que, a pesar del agotamiento, encontraba algo positivo en cada jornada.
—Al menos no llovió hoy —comentó Feliciano un día, mientras recogía leña para el fuego.
Ludwig, que estaba ajustando un mapa, lo miró de reojo.
—Eso no cambia nuestra situación, Vargas. Seguimos siendo vulnerables.
—Sí, pero una cosa buena no hace daño —respondió el italiano con una sonrisa ligera.
Fue en esas pequeñas interacciones donde algo comenzó a cambiar entre ellos. Feliciano, con su disposición despreocupada, tenía un talento especial para desarmar las respuestas rígidas de Ludwig, arrancándole incluso un leve asentimiento en lugar de una réplica fría.
Durante la primera semana, Ludwig mantenía su distancia emocional, pero no podía negar que la compañía de Feliciano era constante. El italiano se ofrecía como voluntario para cualquier tarea, desde preparar el café por las mañanas hasta reforzar los refugios improvisados. Siempre había un "Comandante, puedo ayudar" o un "¿Puedo acompañarlo?" que le seguía como un eco.
En un principio, Ludwig lo consideraba molesto, pero pronto empezó a depender de esa persistencia. Feliciano tenía una habilidad peculiar para aparecer justo cuando era necesario, ya fuera con una herramienta en la mano o con una palabra que, aunque sencilla, lograba calmar los nervios del alemán.
Fue durante una patrulla nocturna cuando Ludwig comenzó a darse cuenta de que Feliciano no solo era constante, sino también valiente a su manera. Mientras cruzaban un bosque oscuro, un ruido inesperado hizo que la mayoría de los soldados se tensaran, listos para un ataque. Feliciano, aunque claramente asustado, permaneció junto a Ludwig, sus ojos firmes pero serenos.
—No voy a dejarlo solo —murmuró.
Aquella declaración, tan sencilla como sincera, se quedó con Ludwig mucho después de que regresaran al campamento.
La segunda semana marcó un cambio más claro. Ludwig, aunque seguía siendo reservado, comenzó a bajar sus barreras, permitiendo que Feliciano se acercara más. Una noche, mientras los soldados se reunían alrededor del fuego, Feliciano empezó a contar una historia sobre su infancia en Italia, los campos de trigo que se mecían con el viento, el olor del pan recién horneado, y las tardes interminables bajo el sol.
Ludwig, que normalmente ignoraba este tipo de relatos, se sorprendió escuchando con atención, había algo en la forma en que Feliciano hablaba que transportaba a todos a un lugar donde la guerra no existía.
—¿Y usted, comandante? ¿Alguna vez tuvo algo así? —preguntó Feliciano con curiosidad.
Ludwig vaciló, sintiendo el peso de los ojos de los soldados sobre él.
—No lo recuerdo —respondió finalmente, su voz baja.
Feliciano no insistió, pero su expresión era de comprensión, no de lástima.