En el campamento, las noches solían ser el único momento de aparente calma, aunque en realidad nunca lo eran del todo. El eco distante de las bombas y los murmullos tensos de los soldados recordaban constantemente que la guerra estaba siempre al acecho, lista para devorar cualquier resquicio de seguridad. Ludwig Beilschmidt sabía esto mejor que nadie, y esa noche no fue distinta.
La luna estaba oculta tras nubes densas, y el frío mordía con una furia despiadada. Ludwig se encontraba revisando un mapa bajo la luz tenue de una lámpara de queroseno. Fuera de su tienda, los hombres hablaban en susurros, intentando distraerse del cansancio y del miedo. Feliciano, como siempre, era una nota discordante, su voz suave se escuchaba de vez en cuando, contando historias en italiano que arrancaban sonrisas a quienes lo escuchaban. Ludwig, aunque no lo admitiría, encontraba aquel murmullo reconfortante, como una melodía que desentonaba en la brutalidad del entorno pero que, precisamente por eso, parecía más valiosa.
El ataque llegó de manera repentina, como un rugido que desgarró la calma aparente de la noche. Unos disparos rompieron el silencio, seguidos por gritos de alarma y el estruendo de explosiones. Los soviéticos habían encontrado el campamento, y su ofensiva era feroz. Ludwig salió de su tienda con la rapidez de un hombre acostumbrado a la guerra. Su voz resonó sobre el caos, dando órdenes claras y precisas.
-¡A sus posiciones! ¡Defiendan el perímetro!
Pero era inútil. El ataque había tomado a los alemanes por sorpresa, y pronto quedó claro que no podían mantener la línea. Ludwig tomó la decisión que cualquier buen líder tomaría: ordenar la retirada. Los soldados se dispersaron entre las sombras de las montañas, llevándose lo que podían y dejando atrás lo que no.
Cuando el caos disminuyó y el frío silencio volvió a caer sobre el valle, Ludwig descubrió que de los cien hombres que comandaba, apenas quedaban cincuenta a su lado. Estaban exhaustos, cubiertos de hollín y sangre, y la mayoría miraba al suelo con una mezcla de vergüenza y miedo. Ludwig sintió el peso de su fracaso como un yugo sobre sus hombros.
Y allí, entre los soldados sobrevivientes, estaba Feliciano. Tenía una herida superficial en la ceja, y su rostro estaba manchado de tierra, pero seguía de pie. Cuando Ludwig pasó junto a él para evaluar a los hombres, Feliciano levantó la vista, y en sus ojos había algo que Ludwig no esperaba: confianza.
-Lo hizo bien, comandante -dijo Feliciano en voz baja.
Ludwig se detuvo, sorprendido por la declaración.
-Perdimos la mitad de nuestros hombres -respondió con frialdad.
-Sí, pero todavía estamos vivos. Y eso no es poca cosa -insistió Feliciano, con una leve sonrisa que parecía tan fuera de lugar como el calor en medio del invierno.
Esa noche, los hombres acamparon en un claro protegido por las montañas. El aire era tan helado que parecía cortar la piel, y la mayoría de los soldados se hicieron en pequeños grupos alrededor de las fogatas para conservar algo de calor. Ludwig, como siempre, se apartó, revisando mapas y calculando cómo reorganizar a sus hombres. Fue entonces cuando escuchó pasos ligeros detrás de él.
-Comandante, traje esto para usted -dijo Feliciano, sosteniendo una manta gruesa y una taza de café caliente.
Ludwig lo miró con escepticismo.
-No necesito esto, Vargas. Estoy bien.
Feliciano no se inmutó.
-Tal vez no lo necesita, pero igual lo traje. No está mal aceptar ayuda de vez en cuando, ¿sabe?
Ludwig suspiró, pero tomó la manta y la taza. Había algo en la persistencia de Feliciano que le resultaba... desconcertante, aunque no del todo desagradable.
En los días que siguieron, Ludwig comenzó a notar cómo Feliciano se mantenía cerca de él, no de una manera intrusiva, sino con una especie de lealtad silenciosa. Cuando Ludwig daba órdenes, Feliciano era el primero en cumplirlas, aunque su habilidad como soldado dejaba mucho que desear. Sin embargo, lo compensaba con una disposición inquebrantable. Feliciano, de algún modo, se convirtió en la constante en la vida de Ludwig, un recordatorio de que, incluso en medio de la guerra, existía algo más que el deber y el sufrimiento.
Una tarde, mientras descansaban en un refugio improvisado, Feliciano se sentó junto a Ludwig y, por primera vez, el alemán no lo apartó.
-¿Por qué sigues aquí, Vargas? -preguntó Ludwig finalmente, sin mirarlo.
-Porque quiero estar aquí -respondió Feliciano con simplicidad.
Ludwig levantó la vista, desconcertado por la honestidad en su respuesta.
-¿Quieres decir que eliges esto?
-Elijo estar con usted -dijo Feliciano, sin titubear.
Fue una declaración tan simple y a la vez tan profunda que Ludwig no supo cómo responder. En ese momento, algo se quebró en su interior, como si las palabras de Feliciano hubieran encontrado una grieta en su armadura y la hubieran atravesado por completo.
Aquella noche, mientras el viento helado aullaba entre las montañas, Ludwig no pudo evitar mirar a Feliciano mientras dormía junto al fuego, envuelto en una manta que apenas lo cubría. Y por primera vez, Ludwig sintió que la guerra, con toda su brutalidad, no era lo único que definía su vida. Había algo más, algo que no podía ignorar.
Feliciano Vargas no era solo un soldado bajo su mando. Era, de algún modo inexplicable, importante.