𝐈𝐕

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El campamento improvisado era un hervidero de rumores y tensiones contenidas. Los soldados italianos, muchos de ellos con semblantes agotados y ropa que apenas resistía el frío, hablaban en susurros mientras Feliciano y Ludwig permanecían juntos, apartados de las conversaciones más agitadas. Habían pasado días desde su llegada al campamento, y las noticias que traían los mensajeros desde el frente no hacían más que oscurecer el ambiente. 

—El ejército alemán está cayendo. Los soviéticos han tomado ventaja definitiva. Pronto será cuestión de tiempo antes de que el resto caiga —dijo un oficial italiano, su voz baja pero lo suficientemente clara como para que el alemán lo escuchara desde donde estaba sentado. Ludwig no reaccionó de inmediato, se quedó mirando al suelo, sus manos enguantadas entrelazadas sobre sus rodillas. Feliciano, que lo observaba de reojo, sintió un nudo en el estómago. 

—Ludwig... —murmuró, intentando captar su atención. 

—Lo sé, Feliciano. No tienen que repetirlo —respondió Ludwig, su voz tensa. 

Más tarde esa noche, Feliciano se acercó al oficial que lideraba el campamento, era un hombre de mediana edad, con una cicatriz que cruzaba su mejilla derecha y una mirada que delataba años de batalla. 

—Quiero llevar al comandante Beilschmidt conmigo a Italia —dijo Feliciano, con un tono firme que sorprendió al oficial. 

—¿Estás loco, Vargas? ¿Sabes lo que arriesgas? Si los soviéticos nos encuentran y ven a un soldado alemán con nosotros, nos matarán a todos. —No voy a dejarlo aquí —insistió Feliciano, su voz no alzó el tono, pero había una determinación inquebrantable en sus palabras. 

El oficial lo miró durante un largo momento antes de suspirar.  —Si decides hacerlo, será bajo tu responsabilidad. Pero no arrastres a nadie más contigo. – Feliciano asintió y se marchó. Esa misma noche, mientras la mayoría dormía, le contó a Ludwig su plan. 

—Tenemos que irnos, Beilschmidt. Si te quedas aquí, te entregarán a los soviéticos tarde o temprano. –
Ludwig lo miró con incredulidad. 

—¿Y qué esperas lograr? ¿Que cruce las líneas enemigas contigo? Feliciano, eso es una locura. 

—Tal vez lo sea, pero prefiero una locura a quedarme de brazos cruzados. 

El silencio que siguió fue largo y pesado. Finalmente, Ludwig asintió.  —De acuerdo. Si es tu decisión, entonces no voy a detenerte. 

Al amanecer, Ludwig y Feliciano emprendieron su marcha, el bosque era aún más inhóspito de lo que recordaban, pero esta vez tenían una dirección clara, Italia. A cada paso, el peso de la incertidumbre se hacía más palpable. 

—¿Crees que podamos lograrlo? —preguntó Ludwig mientras atravesaban un arroyo helado. 

—Si seguimos adelante, sí —respondió Feliciano, aunque su tono carecía del optimismo que solía caracterizarlo. 

El día se transformó en una marcha agotadora, con pausas breves para reponerse y orientarse. A lo lejos, las montañas delineaban un horizonte que parecía inalcanzable, pero también prometedor. 

—¿Cómo es tu hogar, Feliciano? —preguntó Ludwig de repente. 

El italiano lo miró, sorprendido por la pregunta.  —Es cálido. Los campos están llenos de viñedos y las colinas se ven doradas al atardecer. Mi familia solía organizar cenas grandes, con todos sentados alrededor de una mesa larga. Siempre había risas, incluso cuando no había mucho que comer. 

Ludwig asintió, intentando imaginar ese mundo que Feliciano describía. Un mundo tan alejado de la frialdad y rigidez que había conocido toda su vida. 

Cuando el sol comenzó a caer, iluminando el bosque con un brillo tenue y dorado, Ludwig se detuvo en seco. 

—¿Qué pasa? —preguntó Feliciano, alarmado. 

Ludwig señaló hacia adelante. Entre los árboles, apenas visibles, se distinguían sombras. Y luego, las figuras se hicieron más claras: soldados soviéticos avanzaban en formación, sus rifles al hombro, sus miradas alerta. 

—¡Al suelo! —ordenó Ludwig en un susurro, empujando a Feliciano detrás de un matorral. 

Los dos se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración mientras los soldados pasaban cerca. Pero uno de ellos se detuvo, mirando alrededor con sospecha. 

El crujido de una rama bajo el peso de Feliciano fue suficiente para alertarlos. 

—¡Ahí están! —gritó uno de los soviéticos, levantando su arma. 

Ludwig no lo pensó dos veces. Tiró de Feliciano y comenzaron a correr, zigzagueando entre los árboles mientras los disparos resonaban detrás de ellos. El corazón de Feliciano latía con fuerza descontrolada, y apenas podía mantener el ritmo. 

—¡No te detengas! —gritó Ludwig, girando la cabeza para asegurarse de que Feliciano seguía detrás. 

Pero pronto se vieron rodeados. Los soviéticos, más rápidos y mejor organizados, cerraron el paso. Con las manos en alto, Ludwig y Feliciano se entregaron.  

El campamento era un pandemónium; carpas ardiendo, soldados corriendo en todas direcciones, y el olor a pólvora llenando el aire helado. Pero en medio del caos, Ludwig y Feliciano no lograron avanzar mucho antes de que un proyectil de mortero impactara cerca de ellos, lanzándolos al suelo con un estruendo ensordecedor. 

Cuando Ludwig abrió los ojos, lo primero que sintió fue el calor abrasador y un dolor punzante en su rostro. La tienda donde habían estado estaba en llamas, y el aire estaba lleno de humo espeso. 

—¡Feliciano! —gritó, su voz ronca. 

A través de la cortina de humo, vio la figura de Feliciano en el suelo, inmóvil. El mundo pareció detenerse mientras Ludwig se arrastraba hacia él, ignorando el dolor que le quemaba la piel. 

—Feliciano, despierta. ¡Despierta! —Ludwig sacudió al italiano, pero su cuerpo seguía inerte. Una herida profunda en su abdomen sangraba profusamente, y sus ojos, aunque abiertos, ya no brillaban con vida. 

—No... —murmuró Ludwig, su voz quebrada. El fuego alrededor de ellos rugía, devorando todo a su paso. 

De repente, Ludwig sintió cómo el calor en su rostro se intensificaba, una parte de su piel ardiendo mientras intentaba levantar a Feliciano. Pero no había forma de salvarlo. 

—¡No! ¡No puedes dejarme! —gritó, su voz desgarrada por la desesperación.

Cuando los soldados italianos finalmente alcanzaron el campamento, encontraron a Ludwig inconsciente, con una quemadura grave que cubría gran parte de su rostro. Feliciano yacía junto a él, su cuerpo cubierto por una manta improvisada. 

Ludwig despertó meses después, la guerra había acabado, con el rostro vendado, sentía una calma inquietante, que lo llenaba de un espanto intranquilo, un sentimiento que no podía describir. Al principio, no entendía dónde estaba, pero la realidad lo golpeó con la fuerza de una ola cuando vio a un hombre inclinarse hacia él, era un militar Italiano, Ludwig ahora se encontraba fuera de Alemania.

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