CAPÍTULO XI

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Entrometidos

Paz.

Al día siguiente, no esperé a que el sol saliera.

Apenas el reloj de pared que Percival tiene en este cuarto dio las cinco de la mañana, me levanté de la cama. Creo que ni siquiera pude dormir por todas las cosas que daban vuelta en mi cabeza.

Tomo mi bolso y ropa de gimnasio, me cambio, recojo mi cabello en una cola de caballo mal hecha y salgo cuidadosamente del cuarto.

Paso por la puerta de su habitación y por los constantes resoplidos que se escuchan en el interior, sé que sigue durmiendo. Me alegra eso, así no tengo que darle explicaciones del por qué me voy a esta hora. No quiero verlo, no después de lo que pasó anoche.

Sinceramente, no confío en lo que me diga ahora. Son tantas cosas que asimilar y todavía tengo el presentimiento de que me está ocultando algo.

Bajo las escaleras a pasos apresurados y cuando me dispongo a salir de la casa, un gruñido me toma por sorpresa.

No, no es el bulldog, sino mi estómago quejándose del hambre.

- ¡Son las cinco de la mañana, por favor! -protesto en voz baja por mi debilidad hacia la comida mientras sujeto mi barriga como si eso fuera a impedir que siga sonando.

«Eso es culpa tuya, mantenerse despierto consume mucha energía».

¿Qué te traes conciencia? ¿Ahora eres abogada de las otras partes de mi cuerpo?

«Sabes que tengo la razón, Paz».

Ajá.

Me lo pienso unos segundos y por más que quiera negarlo, mi conciencia tiene toda la razón; así que ignoro esta infaltable y seguramente interminable discusión, y me dirijo para tomar algo de la cocina de Percival.

Entro al lugar y en el mesón hay fruta fresca dentro de un bol, así que tomo una manzana y salgo de la casa.

La fría brisa de la madrugada me invade por completo haciéndome pegar un respingón por el escalofrío. Las calles siguen a oscuras, y la iluminación de los postes de luz de la calle logra alumbrar precariamente todo el camino.

Sigo el mismo recorrido por el que vine persiguiendo a Percival ayer. Creo que transcurrieron unos quince minutos o tal vez más, no sabría decirlo ya que no tengo mi teléfono para cronometrar el tiempo que llevo caminando.

Al cruzar en un edificio, visualizo el pequeño muro con el nombre de la universidad.

Al subir los escalones hacia la entrada principal, los rayos del sol empiezan a adornar el cielo con reflejos cálidos en su intento por ahuyentar las pocas nubes de lluvia que aparecen de la nada.

La entrada está aparentemente vacía y me alegra que ni siquiera estén los vigilantes; puedo pasar desapercibida sin necesidad de darle explicaciones a nadie sobre de dónde vengo.

Camino unos pasos y unas cuantas gotas caen sobre mí. Aunque debería molestarme por mojarme, siempre me ha gustado la lluvia; sentir cada gota sobre mí es como recibir miles de abrazos que logran calmar mis penas.

No puedo evitar sonreír. En mi antigua casa solía jugar en los pequeños charcos que se formaban en el jardín tras la lluvia. Aunque mi madre no paraba de regañarme porque me podía resfriar y a mi padre por siempre apoyarme en mis travesuras, ella terminaba uniéndose a nosotros en esos juegos de niños.

Son pocas las cosas que me hacen feliz, y la combinación entre mi infancia y la lluvia me llena de nostalgia y alegría al mismo tiempo.

Sin embargo, mi momento de felicidad dura poco ya que, al cruzar la entrada, una chica viene corriendo hacia mí y no me doy cuenta de quién es, hasta que está a unos cuantos pasos. Se trata de Pamela.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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Hijos del pecado: El origen de los PCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora