III

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Esa noche Steve no volvió a casa, ni la noche siguiente, ni tampoco la otra. Ha pasado más de un mes y desde entonces su vida ha sido un completo desastre. Hay días que odia a Steve por ser... por ser así. Otros, se despierta pensando que no importa. Steve es Steve. Esos días, todo lo que ve al cerrar los ojos es el cuerpo de Steve tirado en una zanja. O desplomado por culpa de un mal ataque de asma. O molido a palos en un callejón. Muerto. Por su culpa. Y entonces odia a Steve por obligarlo a... a...

El alcohol se ha convertido en su refugio. Al menos, cuando la euforia lo embarga, es incapaz de encontrar nada malo en todas las perversiones que le pasan por la mente. Sumergido en el cuerpo de Molly todo parece tan sencillo... En esos momentos se permite el lujo de creer que no necesita nada más. Cuando la embiste haciéndola estremecer, la mente perdida en la sensación de las piernas de Molly alrededor de su cintura, sólo importa ese cuerpo a su merced. Y sin embargo, al llegar al clímax sólo hay espacio para Steve.

Ha sido un buen polvo, frenético y desesperado; una carrera acelerada por llegar al orgasmo. Mira a Molly. Sonríe satisfecha, el sudor perlado sobre la piel pálida, las sabanas cubriendo su vientre, su respiración todavía trabajosa. Es tan fácil imaginar que es Steve quien está junto a él.

Se incorpora. Apoyado contra el cabecero de la cama, aparta mechones rubios del rostro de Molly y rescata la botella de Jack Daniel's de la mesilla de noche.

–¿Quieres?– se la ofrece a Molly antes de pegar un sorbo.

Molly niega con la cabeza y se le abraza, acurrucada contra su muslo.

No recuerda haberse quedado dormido. Justo empieza a clarear cuando abre los ojos. Molly sigue dormitando cuando consigue desligarse de su cuerpo y enfundarse en los pantalones que llevaba anoche. Su turno en lo muelles empieza a las seis. Caza la camiseta perdida bajo la cama y vacía la botella de Jack Daniel's como desayuno para matar la resaca. Según el reloj de pared, pasan cinco minutos de las siete. Mierda.

Es la cuarta vez en menos de dos semanas que llega tarde, muy tarde. Tony ni siquiera lo ha mirado a la cara cuando al entrar en su oficina le ha soltado un "ya te puedes largar, Barnes". Da igual cuán amigo sea de su viejo. La ha jodido. Estampa contra la pared una lata oxidada que se cruza en su camino. Se lo tiene merecido por imbécil. Su viejo lo va a matar.

Vagabundea por los alrededores de los muelles. El olor a rancio se mezcla con el salitre colapsando sus fosas nasales. Es un páramo de naves industriales sucias y deprimentes. En los astilleros, los buques pendientes de reparar parecen cadáveres. Necesita otro trago.

Al sentarse junto a la barra, Frank lo saluda con un gesto de cabeza casi imperceptible. El padre de Molly es hombre de pocas palabras. Y mejor no darle motivos para que abra la boca. Grande como un armario empotrado, ex-marine o algo por el estilo, Frank no es de esas personas con las que quieras estar a malas. Y menos cuando te estás tirando a su niña.

–Lo que sea, Frank– se palpa los bolsillos, apenas queda calderilla –apúntamelo y ya te lo pagaré.

El líquido ambarino arde mientras se abre paso garganta abajo. Bien podría ser aguarrás, pero le da igual. En la radio suena Duke Ellington y se distrae siguiendo el compás con la punta de su pie mientras hojea el periódico. Necesita encontrar algo lo antes posible. Está tan absorto entre las páginas del diario que no se percata de los brazos que lo envuelven por la espalda y lo abrazan con fuerza.

–¡Cariño!– Molly lo besa en la mejilla– ¿me has echado de menos?

La observa en silencio con su sonrisa bobalicona. Está guapísima, con su cabello recogido y enfundada en el vestido azul marino que entalla su cintura y deja contemplar unas piernas largas y bien contorneadas. A veces se pregunta por qué sigue aquí, aguantando a una desgracia como él.

HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora