IV

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Cada tarde se cuela en un solar abandonado acompañado por una botella de Jack Daniel's, se sienta contra la valla metálica y saca de su billetera un trozo de papel arrugado. Justo enfrente hay un edificio de ladrillo rojo que parece haber visto mejores días. Coincide con la dirección escrita con la letra menuda de su vieja. No parece tan difícil, sólo tiene que subir y llamar. Es el decimoquinto día que se repite lo mismo, pero sigue allí sentado. Las botellas vacías se acumulan a sus pies. Se está volviendo loco. Se levanta tambaleante y se aleja. No sabe qué siente al pensar que hoy tampoco ha visto a Steve.

Todos los edificios en Red Hook son tan tristes como los fantasmas que los habitan. El cuerpo de Molly es el único consuelo que se permite. La necesita desesperadamente, desnuda y a su merced. Notar las uñas rasgando piel y los dientes hundidos en su carne, dejando marcas en los hombros y el cuello. Sube las escaleras de dos en dos, el pulso acelerado, las palmas de sus manos sudorosas.

Molly está sentada en su tocador improvisado, ultimando los detalles de su mirada felina con el lápiz de ojos. La perfecta pin-up, casi pornográfica. Carmín en los labios y la falda mostrando más pierna de la que se consideraría adecuado en una dama. Él es el lobo, acechando en las sombras. Se le acerca por la espalda y le estruja los pechos con ímpetu mientras con sus labios posa besos húmedos contra su cuello.

Molly ríe, se levanta y lo besa en la nariz. Sus manos no tardan en buscar bajo la falda, agradecido por la falta de medias. Los polvos con Molly siempre tienen un punto violento. Se besan batallando por el control y acaban contra la pared. Sus dedos hábiles consiguen deshacerse de las bragas. Dios... está empapada. Su mano izquierda se las apaña para liberar su miembro. La coge en volandas y la penetra sin compasión. Molly grita clavándole las uñas en las nalgas.

El clímax lo ha dejado con las piernas temblorosas e incapaz de soportar el peso de Molly con sus brazos. Ambos se dejan caer sobre la cama, sudorosos uno junto al otro y con la ropa hecha un desastre. La habitación huele a sexo, el aire viciado con esa nota dulzona que se pega en el paladar y dificulta la respiración. Se levanta de la cama, abre la ventana y se sienta en el alféizar. Observa la oscuridad. Sería tan fácil saltar.

–¿Estás bien?– Molly lo mira con ojos vidriosos.

–Perfectamente.– vuelve a la cama y estira el brazo para alcanzar la botella de Whisky en la mesilla de noche –Eres preciosa.

–Ya has bebido demasiado, cariño.– Molly la coge antes y la aparta.

–¡Tú que sabrás si he bebido demasiado o no he bebido demasiado, zorra!– grita desquiciado, arrancándole la botella de las manos. Sin mirarla una sola vez, recoge su ropa y se larga de un portazo.

En medio de la noche y con las calles desiertas se siente como un león enjaulado. La frustración es una celda difícil de la que escapar cuando el carcelero cada vez pide más y más y más. Mira la botella en su mano. La luz de las farolas crea destellos en el líquido ambarino. Estampa la botella con toda la rabia contenida y estalla en mil pedazos mojando sus pies.

La decadencia de los muelles constituye un mundo en sí mismo. Todos los despojos acaban atrapados como ratas en un vertedero. Es fácil encontrar maricones si sabes dónde buscar. Los chavales a veces se dedican a hacer redadas por la zona para divertirse. De cacería en busca de una gacela herida.

Se mantiene siempre en la penumbra, evitando la escasa luz de las farolas. Su cerebro grita que estar aquí es mala idea. A su alrededor, almas en pena esperando el Juicio Final. Algunos no deben tener más de trece años.

–¿Cuánto?– lo miran unos ojos verdes enormes. –Hijo de

No tiene tiempo de procesar lo que está pasando cuando nota el rodillazo directo a su estómago. Otro puñetazo vuela en su dirección, pero se agacha a tiempo de esquivarlo y devolverlo. Es el mismo rubio del Old Bar. Aprovechando el momento de debilidad, lo empotra contra la pared. Todo a su alrededor desaparece.

La rabia, frustración y desprecio reprimidos explotan en un beso. Es una pelea sin puños, sólo lenguas y dientes. Apenas son capaces de respirar. Sus manos y las del rubio se debaten con sendas hebillas, desesperados por liberar sus sexos. El razonamiento nublado por los instintos. Su contacto frenético es una guerra por conquistar la carne del otro. El físico le da ventaja. Consigue maniobrar al rubio, dejándolo de cara a la pared, y forzarlo a abrir las piernas.

Todo ha terminado en menos de un minuto.

Sentado en un callejón, hecho un ovillo, se mira las manos. El sexo no tiene por qué significar nada. Le ha dado por culo a un tío, y qué. Esto es quien es. Mierda.

–¡Joder! ¡Joder!– chilla en medio de la oscuridad.

Pero esto no es lo que quiere con Steve. Un polvo en un callejón, asustado por quién pueda verlo. Mierda. Quiere a Steve. Siempre lo ha querido. Desde que eran niños. Dios...

Mejor no pensar en lo que está haciendo ahora mismo, inmóvil en medio de la calle, mirando el portal cómo si estuviera ante las puertas del infierno. A escasos metros, Steve debe de estar dormido. Hace horas que la media noche quedó atrás. Sigue notando el zumbido del alcohol embotando su cerebro. Mira la nota en sus manos. Las líneas temblorosas reflejan el estado en el que estaba cuando ha conseguido escribir "Lo siento". Aquel día hace quince años también le temblaban las manos. Inspira hasta notar sus pulmones ardiendo por el esfuerzo y al fin consigue mover sus pies y cruzar el umbral.

Intenta andar a hurtadillas, pero el suelo cruje a cada paso. Nota la tensión en el cuello y los hombros. Sólo es un trozo de papel pero en sus manos pesa como bloques de cemento.

Mirando hacia atrás, no se arrepiente de haberle robado su primer beso a Steve. Es un recuerdo que no cambiaría por nada en el mundo. Mira el número escrito en la última puerta del pasillo y con un cuidado reverencial desliza la nota por debajo. Antes de irse, besa la madera carcomida y murmura para sí "lo siento" una y otra vez.

HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora