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Solo me hice un café; no tenía hambre. Salí al jardín a tomar aire y me senté en la zona de comedor, observando la naturaleza. De pronto, comenzaron a llegarme demasiados mensajes. Los abrí, ya que eran insistentes.

No podía creerlo: nuestra hija tiene solo unos meses de nacida y ya estaba revolcándose con otra. ¿Qué podía esperar? Dejé el teléfono sobre la mesa y, al instante, las lágrimas comenzaron a salir; no podía parar. Limpié mis lágrimas cuando vi que venía la señora Griselda.

—Paulina, me pidió mi hijo que te avisara que no podrá estar este fin de semana.

—Está bien, señora.

Solo me puse mis lentes y caminé hasta la cocina para lavar la taza. Al terminar, quise dar la vuelta.

—¿Pasa algo, Paulina?

—No, señora, ¿por qué?

—Porque tú y mi hijo no duermen juntos.

—Solo nos peleamos.

—Voy por la niña; ya debe estar despierta.













Salimos de la cocina, fui por mi hija, tomé su pañalera y mi bolsa, y salimos de la casa. Subimos a la camioneta y avanzamos hacia nuestro destino. Al llegar, salimos con la doctora después de ponerle sus primeras vacunas.

—Iré por un café; me llevaré a la niña para que se distraiga.

—Así que tú eres la mamá de esa mocosa.

—¿Perdón? ¿Me hablas a mí?

—¿A quién más, estúpida?

—Disculpa, yo no te conozco y no le faltes al respeto a mi hija.

—Pensé que con las fotos abrirías los ojos y te irías, pero veo que es más difícil deshacerme de ti y de tu mocosa —rió—. Pero ya veo que te gusta ser una cuernuda.

—¿Tú eres el plato de segunda mesa? Oh, perdón, ¿la amante o la novia?

—Soy su esposa.

—¿Qué crees? Yo sí soy su esposa —mostré mi mano con el anillo que me obligó a ponerme de nuevo—. No veo el tuyo. Ah, no quiso gastar en ti, pobrecita.

—Mira, te advierto que si no te alejas de mi hombre, me encargaré de que tu hija pague por ello.

—Con mi hija no te metas, estúpida —estaba a punto de lanzarme hacia ella, pero doña Griselda me detuvo.

—No te rebajes, Paulina; no vale la pena. Y tú, muchacha, deja de meterte con hombres casados.




















Me tiré en el piso, al lado de la cama, y comencé a llorar. Solo quería estar de nuevo en mi casa; me arrepentía de haberlo conocido tanto.

—Por eso estabas llorando hace rato —volteé a verla—. Sí, te vi llorar, Paulina; no eres buena mintiendo.

—Señora, yo...

—Mi hijo me va a escuchar. Esta vieja no puede desearles la muerte ni a ti ni a mi nieta y atreverse a decírtelo. Tranquila, yo sé que es muy difícil; esto lo viví en carne propia y no es como eduqué a Ovidio.

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⏰ Última actualización: Jan 18 ⏰

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