0.7 mamá rowena

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Las historias de Mama Rowena. Es un curioso nombre, ahora que me detengo a detallar esto. En realidad, Mama Rowena no era de esas madres o ancianas que se pasaban las tardes veraniegas o los domingos de primavera sentada en una mecedora en el porche de la pequeña casa donde vivía en las afueras de Ámsterdam tejiendo ropa combinada y muy sosa para sus nietos o hijos.

Ella era todo lo contrario, es más odiaba a ese tipo de personas, ella decía que eran gente que carecía de metas y aspiraciones en la vida. Y para la buena suerte de Rowena, ella aun con 90 años seguía con sus mismas aspiraciones. Y aunque algunas de ellas no se cumplieron, sé que seguramente era un aliento para ella.

Pero por desgracia de la vida, o tal vez del señor al que le rezábamos todos los domingos en la iglesia, decidió que ya era tiempo de que esta grandiosa señora descansara en paz. Lo bueno fue que en el momento tuvimos fondos suficientes para darle a Mama Rowena un buen funeral. Sonara careciente de sentimientos pero al parecer la gente carecía de aquello.

La mecedora, de aquella mecedora; y disculpen por cambiar el tema. Pero aquella mecedora donde se sentaba Rowena todas las tardes. Seguramente a las 4 en punto de la tarde, todos los días. Mama Rowena estaba ya instalada en la silla de madera que se mecía hacia delante y hacia atrás, con un almohadón deshilachado y algo amarillo por los años que ya habían pasado desde que ella le había hecho aquella funda de encaje blanco; pero aun así con todo el sucio y los deshilaches, yo aún seguía viendo el bonito decorado que le daba a la antigua mecedora que habían adquirido mis padres en una feria hacía ya bastante tiempo. Unos 2 años tuve que haber tenido desde aquello.

Y si del cojín hablamos, de su belleza ya borrada. A Mama Rowena le pasaba igual.

Bajo las canas, las arrugas que se formaban en los costados de sus ojos azules cielo cuando sonreía, su cuerpo viejo pero activo, su risa y sus manías. Seguían teniendo aquella gracia y torpeza que me relataba mi padre antes de dormir. El señor Mirallegro, le solían decir en la campiña.

A las 4 de la tarde de todos los días, Mama Rowena; como antes les decía, se sentaba allí en la mecedora. El sol, ya no tan encandecido de la tarde, se empezaba a posar sobre las montañas, dándole a las flores del campo un poco de sol antes de caer la noche. Mi madre, la señora Rowena Flowers. Estaba siempre puntal en la puesta de sol. Con un libro en manos y un alivio en el corazón. Jamás; hasta ahora, me había dado cuenta de que a mi madre, aquella vista le reconfortaba y le daba las razones por las cuales vivir. Siempre pensé en las razones que tenía para vivir, pero jamás había encontrado una tan poderosa (si así pudiera llamarle) a la puesta de sol de Mama Rowena. Esa vista, por más careciente de valor para algunos, aquella vista le daba tanta vida a mi madre que me era inimaginable.

Ya a las 4:15, él te estaba servido, la casa estaba inundada en olor a jazmines, mi padre ya se hallaba volviendo de la campiña, mi hermano Carter y yo estábamos a los pies de la mecedora de madera y mi madre ya se disponía a entablar la historia que nos relataría aquel día.

El azul del cielo. Ese azul medio oscuro y medio claro, acompañado del sol y de las flores de verano. La brisa fresca y el incesante sonido del riachuelo que se hallaba cerca de mi posición actual. A mitad del bosque. Mi fachada ya no era del todo pulcra. Mi vestido blanco con verde ya estaba mugriento y mis botas marrones tenían un huequecillo en la suela. Seguramente, mi padre me matara por esto, y mi madre seguro me sacaría la ropa y la enviaría al lavandero.

No sabía porque me sentía como una niña no común, ¿me estaré volviendo loca?

Cada dama de esta sociedad debe de ser pulcra, ordenada y educada. Todo lo contrario a mí, por supuesto. Desprolija, desordenada y mal educada. Tanto así que ya hasta le había roto con un piedrecilla del patio la ventana de la casa de la señora Payche.

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