"No. Es mejor comerse el corazón primero. Así no se siente tanto el frío, ni el dolor. Cuando no se tiene corazón, no hay por qué contenerse. Se puede mirar a la muerte sin temblar. Es el corazón el que nos traiciona, el que nos hace llorar, el que nos hace enterrar a nuestros amigos cuando deberíamos seguir adelante. Es el corazón el que nos enferma por la noche y nos hace odiarnos a nosotros mismos. Es el corazón el que canta viejas canciones, el que nos trae recuerdos de días cálidos, el que nos hace vacilar ante otra milla que hay que recorrer, ante otro pueblo humeante. Para sobrevivir al invierno bajo cero y a aquella guerra, hicimos una pira con nuestros corazones y los dejamos de lado para siempre. No hay casa de empeños para el corazón. No se lo puede llevar allí, dejarlo envuelto en un trapo limpio y rescatarlo cuando vengan tiempos mejores. Cuando se está ante la muerte, deja de tener sentido la pasión por la vida; hay que abandonar esa pasión. Sólo así se puede sobrevivir." La Pasión, Jeanette Winterson
"Fue una noche sobre todo de manos y de piel, que no hubiera sido nada sin ti, una noche que no llegó a disolverse y se fue confundida con el alba. Salamanca está muy lejos y yo no sé dónde estoy. Demasiado tarde, a estas alturas de mi vida no puedo cantar "Contigo en la distancia". Pero los recuerdos nos traicionan, ya debería saberlo, vuelven una y otra vez cuando más a salvo nos creemos. De pronto, una mañana, el sonido de una voz en el teléfono, me recordará tus gemidos apasionados, la calidez de tu piel, el susurro del agua en la fuente del patio del Palacio de Castellanos, y la nostalgia me hará levantar el teléfono...".
Un correo muy lindo, mucho sentimiento, pero... ya está, se terminó, no hay "Contigo en la distancia", ni desde Murcia ni desde Brooklyn, ni desde la luna. Mucha poesía para dejar que lo nuestro se despeñe por la Bética. Se lanza pero, eso sí, con paracaídas, con esa dosis masculina de dejar puertas abiertas, siempre un pero..., tal vez..., quizá algún día la nostalgia... Siempre ellos con esa pizca desatinada de volver, volver, tal vez, el futuro, los años. No, encanto, no volveremos a conjugar nuestras pieles nocturnas; no volverán las noches a ciegas, confundidas con el alba, ni los abrazados mecidos por el sonido del agua cómplice en la fuente del patio del Palacio de Castellanos. Volveré a comerme el corazón primero para sobrevivir a otro invierno de despedidas napo-leónicas y, si no puedo, lo empeño en la primera tienducha de compraventa de oro.
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