La mujer talle de avispa esperaba su turno en la carnicería. El sesenta y cinco, negro, impar, parpadeó agitado en el marcador electrónico de contornos redondeados. La mujer rubia de jersey verde pistacho y culo apretado detalló con voz sibilante su pedido.
Como un golpe de mar sentí un aliento de brisa veraniega en la nuca. Un olor salobre y penetrante me envolvió, llegaba desde estribor como una brisa que te zarandea. Una marea masculina ascendió como un hilillo frío por mi espalda. Sin apenas girar la cabeza, con disimulo por el rabillo del ojo, pude ver al hombre rubio de mirada oscura y torrencial que analizaba el número de su turno como si se tratase de la sección literaria del New York Times. La mujer talle de avispa dio un paso atrás y media vuelta para largarse. Menos de un paso atrás, entre los vaivenes y ajustes provocados por la salida de la rubia talle de avispa, mi nalga rozó una verga resbaladiza bajo el vaquero deslucido. ¡Oh, sorpresa! Me detuve muda, expectante. El sesenta y seis rodó en el marcador. Insistí. El hombre no se resistía. Allí permaneció agitando su número: él era el siguiente. Con acento extranjero balbuceó su pedido de "cajne" de vaca para la plancha. Un paso a la izquierda, y su brazo extendido para recoger la compra apenas rozando mi hombro. Media vuelta y lo tengo frente a mí, sus ojos asombrados descienden por mi pecho, su sonrisa se clava en mi cintura. Lentamente, columpiando la bolsita de la compra abandona el tumulto carnívoro en dirección a los congelados. Velocidad, chiquilla, tengo prisa. Que me atienda ya. Ojeo los congelados, ha desaparecido, doy un par de vueltas por los lácteos y las verduras. He perdido el rastro. Afino el olfato, avisto una huella marina. Frente a las estanterías de la panadería allí estaba mi rubio de ojos negros concentrado en la etiqueta de una baguette. Me acerco a revolver.
—Sorry. Perdón. Hay tantos... ¿Me puedes decir cuál es el más tradicional de Salamanca? Antes te he visto en la carnicería. No quiero comprar una baguette. No sé... Y este pan redondo parece tan duro. —Me pongo colorada hasta las bragas. El rubio es una monada... Habla despacio y en su boca media sonrisa de complicidad. Bien, no se ha enfadado. Rápido, piensa algo. Ya estamos cerca de la caja y si se va, lo tendrás complicado, se terminó la fiesta; no pretenderás militar todas las noches en el Irish Rover.
—Bueno, si quieres algo tradicional, típico de aquí, creo que este no es el mejor lugar. Cerca hay una panadería muy buena.
—Ok, I know. Perdón. Comprendo. ¿Está muy lejos? Me puedes explicar hacia dónde. —Hay mensaje subliminal, chata, atina suave, no puedes fallar.
—¡Oh! Está en la plaza, muy cerca. Yo voy también a comprar el pan ahora. Si quieres vamos juntos. —Ya está, dicho. Remontamos la Bética que diría Misombra.
—Ok, perfect. Perdón. Perfecto. Muchas gracias.
Qué educaditos son, por dios. Aunque este hila fino... Ha estado al quite, sí señor, aprovechó la ocasión con el cuento de "soy extranjero" y... Los guiris han llegado para marcharse.