Un rosal pelado: un cepellón con cinco ramas contadas y tres espinas, eso es lo que ha quedado de Palle Sand en mi balcón después de nueve días. Pasó lo que tenía que pasar. Lo que Misombra había escrito en un post-it y clavado en la puerta de la nevera: el guiri se irá. Una sabia verdad que untaba de realidad a mis comidas. El resto de las horas vivía en un estado chispa de la vida permanente, de ilusión sin tregua entre las manos de un danés de piel jabonosa que no estaba dispuesto a perderse ni un minuto de esta apasionada meridional. Paseos, brazos entrelazados, ateridas las manos, los labios con sabor a vino, los bailes cuerpo a cuerpo, apoyado en la barra de los bares me abrazabas por la cintura con fuerza y suavidad, nuestros cuerpos sosteniéndose, me besabas una y otra vez en el cuello, detrás de las orejas, nuestras manos unidas, se deslizaban susurrantes sintiendo la suavidad de tu piel, nuestros cuerpos ceñidos el uno al otro, mi trasero contra tu pubis, inmóviles, con mi mejilla acurrucada contra tus labios. Éramos completamente libres para entregarnos sin limitaciones por los recuerdos, su pasado no acechaba tras las grietas de las piedras y eso apaciguaba mis miedos.
Ambos sabíamos que esos eran nuestros días, aquel delirio tenía una fecha final, una fecha improrrogable, cierta, más real que nuestro entendimiento y nuestras ilusiones. Vivíamos la nostalgia del amor que conoce su fin cercano.
En las mañanas de pantalla e índices variables, imaginaba La Sirenita helada, nuestros paseos en bicicleta por el botánico, las risas en las diversiones del Tívoli, incluso veía la nieve sobre el mar, abrazada a mi rubio de ojos negros. En esos momentos fantaseaba con un futuro de edificios de ladrillo rojizo, bicicletas, nieve y vida tranquila, pero si Granada está lejos, Copenhague... ni te cuento. Tampoco sabía si esa era la vida que yo quería, un invierno todavía más largo.
La última noche se presentó con el rosalito de despedida: Cuando florezca volveremos a vernos. ¡Qué romántico, por dios! Casi me derrito en el balcón al plantarlo, a pesar de los dos grados bajo cero. Quién me iba a decir que un danés, de cuarenta y ocho años, ingeniero y divorciado dos veces, resultaría como uno de treinta: generoso en el amor, amante de las mujeres, nada misógino —un defecto nacional de todos los divorciados que tienen clavado en su ombligo un resentimiento hacia las mujeres que debería ser objeto de estudio científico— y siempre dispuesto a complacer. ¿Qué os han hecho, queridos?