Una sacudida y otra más. Estaba harto de sufrir los bruscos vaivenes de la camioneta, que rebotaba de un lado a otro; cansado de observar durante horas el mismo desgraciado paisaje por la ventana; asqueado de ver las aceras llenas de excrementos de perros, botellas de alcohol quebradas en el suelo y otros residuos de sospechosa procedencia. Pero no había otra carretera excepto esta. No tuvimos otra opción más que el de continuar por ese horrible camino de tierra y piedras.
Volqué mi atención en las viviendas en ruinas, que eran un aviso silencioso de que pronto llegaríamos a nuestro destino, antes de encender la radio y aumentar el volumen al escuchar una canción de rock. Tras hacerlo miré de reojo a mi ángel de la guarda, quien no pareció incomodarle el ruido y siguió conduciendo de manera pasiva.
Pocos minutos después detuvo el vehículo delante de una casa bastante deteriorada.
—¿Estás seguro? —me preguntó girándose en el asiento para mirarme.
—Más que nunca —contesté con serenidad. Me estudió por unos segundos, como si quisiera asegurarse de que no había ni una pizca de arrepentimiento en mi rostro, y a continuación, sintiéndose conforme con mi respuesta, asintió y ambos salimos al exterior.
Sin perder tiempo, pisé con fuerza la hierba marchita mientras reparaba en las enormes cucarachas que salían de los arbustos y recorrían cada centímetro del jardín sombrío; sin embargo, los bichos no me producían ningún miedo, ya que había convivido entre insectos y ratas durante la mayor parte de mi infancia.
Miré a mi alrededor para descubrir nada más que mugre y escombros, y, a continuación, caminé hasta llegar a una puerta antigua con varias grietas. ¿Cuántos portazos habrá sufrido a lo largo de los años? Si cerraba los ojos aún podía ver a aquel niño asustadizo corriendo lejos de aquí, internándose en un mundo donde reinaba la violencia, para intentar sobrevivir por sí mismo en las calles más peligrosas de Nápoles.
Mi pequeña reflexión se vio frustrada al percibir que él sacaba un clip metálico del bolsillo trasero del pantalón; en una experta maniobra, introdujo el alambre en la ranura y la manipuló hasta abrir la puerta principal.
Sentí mi sangre arder. La adrenalina corría por mis venas a una velocidad frenética. La ira que tanto me abrumaba, día tras día, fue en aumento a medida que las imágenes de ella invadían mi mente. Y fue a peor cuando él empujó la puerta con sus dedos, permitiéndome entrever la inmensa oscuridad del interior de la casa.
Sin poder evitarlo comencé a temblar a causa de la anticipación, lo que hizo que apretara las manos en dos puños rígidos. Llegado a ese punto era inútil intentar dominar mis instintos más homicidas. No podía negarlo. Estaba ansioso por cumplir mi sueño y también por acabar con mi pesadilla.
El suelo de madera podrida crujía bajo mis zapatos mientras caminaba a ciegas por el corredor, guiándome por los recuerdos. Tras avanzar unos cuantos metros, un fuerte hedor a moho, orina y heces penetró en mis fosas nasales y aunque la saliva se me acumuló en la boca, logré contener las arcadas. Traté de ignorar aquellos fétidos olores tan familiares para mí, pero las experiencias vividas bajo ese mismo techo se repetían una y otra vez en mi cabeza, enfureciéndome todavía más. Apresurándome a llegar al final del pasillo, me paré en seco al distinguir los centelleos de una luz que provenía de una habitación. Me detuve en el umbral de la puerta y observé disgustado a la mujer que, tirada en el sofá, esnifaba como loca una barra de pegamento.
Era irónico que una mujer joven como ella tuviera una apariencia tan envejecida. En un tiempo no muy lejano, los hombres la habían adorado y las mujeres habían envidiado y codiciado lo que ahora carecía. Su antes perfecta figura había cruzado la extrema delgadez. Los huesos de sus caderas sobresalían de manera exagerada. Sus pómulos eran demasiado grandes para la forma ovalada de su cara y su mata de pelo negro, grueso y ondulado, había desaparecido para dar lugar a una evidente calvicie en la parte superior de su cuero cabelludo. La belleza natural que tanto la caracterizaba se había desvanecido por completo.
Un suspiro de satisfacción escapó de sus labios cuando inhaló con fuerza el pegamento; aquella simple acción hizo que la tensión en sus hombros disminuyera. De pronto se quedó muy quieta, giró la cabeza hacia el lugar donde me encontraba y apoyó sus manos temblorosas en el sofá. Tras incorporarse intentó adivinar quién le había impedido seguir consumiendo su dosis diaria.
—Hijo mío —murmuró asombrada al reconocerme. Sus ojos azules, que eran iguales a los míos, ya no brillaban ni resplandecían como antes y cuando habló, me percaté de que le faltaban varios dientes—. ¡Oh, mi niño, has vuelto!
Debería sentir lástima y compasión por mi madre; una mujer que eligió vivir una esclavitud eterna, donde la cocaína poseía todo el control de su vida. Pero yo era incapaz de sentir nada excepto odio y rencor: dos sentimientos que había aprendido muy bien a su lado.
—Mamá.
Curvó los labios en una amplia sonrisa, pero enseguida la borró cuando saqué la Beretta de nueve milímetros; un regalo por mi undécimo cumpleaños. Agarré el revólver y apunté en su dirección, decidido a acabar con su existencia. Ella, agrandando los ojos, boqueó como un pez, pero no emitió palabra.
—Adiós, mamá —me despedí y, acto seguido, apreté el gatillo. El proyectil salió disparado. La bala le perforó el vientre.
Sus estridentes gritos de dolor, y el sonoro golpe de su cuerpo al caer sobre la dura madera, resonaron por toda la casa vacía. El sonido de mis botas fue amortiguado por sus súplicas, pero mi cerebro se negó a procesar ninguno de sus ruegos. La miré con fijeza desde arriba y, a continuación, sonreí antes de disparar otra vez. En esa ocasión la bala atravesó su pecho. No aparté la mirada de su cuerpo laxo, que yacía sin vida en la fría superficie del suelo.
Su sangre aún brotaba a chorros de las perforaciones, y ennegrecía la camiseta amarilla que llevaba puesta.
Me permití a mí mismo un minuto para inmortalizar su piel pálida, sus pupilas dilatadas por el miedo y sus labios descoloridos antes de apretar el gatillo a bocajarro dos veces más: en su cabeza y en su huesudo cuello. Varias gotas de sangre salpicaron mi cara a causa del fuerte impacto.
Al sentir una mano grande en mi hombro, elevé la mirada para ver la del hombre que me había salvado, alimentado y dado un hogar sin esperar nada a cambio. Nada excepto lealtad, algo que yo estaba dispuesto a dar sin condiciones.
—Ya está. ¿Cómo te sientes?
—En paz —confesé limpiándome las mejillas manchadas de sangre con el dorso de la mano.
—Ya eres todo un hombre, hijo —comentó con orgullo en la voz—. Dime, ¿quién es el siguiente?
No era necesario que sacara la lista repleta de nombres que había escrito en la noche anterior; personas que pagarían por todo el daño que me habían causado. Sabía con exactitud quién era mi próxima víctima.
—Frank —respondí con rabia. El único culpable de que mi madre se hubiera convertido en un ser monstruoso.
Su chulo. Su amante. Su camello.
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Fragmentos © (Ya a la venta en Amazon)
Romance➡ Disponible en Amazon Una llamada telefónica cambió el rumbo de su vida. Un pacto desesperado para reunir a los suyos... la cambió a ella. ¿Qué harías por salvar a tu familia? ¿Hasta dónde serías capaz de llegar? Amber lo tenía claro. «Hasta el fi...