Estaba sentada en mi gran sofá, con las piernas cruzadas, y mi ordenador encima. Notaba el suave pelito de mi gata Luna a mi derecha. Ella es color noche, y tiene los ojos de diferente color. Uno azul, y el de su lado ámbar.
Era una tarde de domingo lluviosa. De vacaciones. Pero lluviosa de todas formas. Mi madre plancha mientras escucha música en la cocina. Oh dios. ¿Otra vez música de los setenta? No lo puedo soportar. Jamás me ha gustado ese tipo de música.
Dejé de teclear y miré al gran ventanal que estaba a mi izquierda. Las gotas caían lentamente. Aunque tuviera 18 años, seguía con la esperanza de que las gotitas hicieran carreras por el cristal. Me levanté a por un café. Caminé lentamente hasta el frigorífico.
-Maia, como te lo bebas, no vas a dormir.
-Déjame en paz mamá. Ya soy mayorcita.
Solo quiero escapar de aquí. Quiero que llegue ya la carta de la Universidad para irme.
Llamaron a la puerta.
-¿Quién es?
-Soy el cartero. Traigo una carta de la Universidad de artes de Madrid.
-Oh dios mío.
Le abrí. Cogí el mensaje y cerré.
Me senté en el sofá otra vez. Miré al infinito y la abrí.
Sí. Por fin. Por fin me habían admitido.